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Ahora mismo le digo que si no ha estado usted nunca en la Biblioteca Nacional, se sorprendería y no poco, de las severas normas de seguridad que allí dominan la escena.

Nada más entrar lo primero es enseñar el título de investigador literario si lo tiene. De no poseerlo le dan un pase después de rellenar una hoja con el motivo de su presencia. Deberá pasar por una cinta todo lo que lleve encima como si fuera a embarcarse en un avión para ir a EEUU; tendrá que pasar por un detector de metales, luego deberá dejar abrigo, chaqueta y cualquier otro objeto con el que está prohibido entrar. Todo eso irá a parar a un cajón de los que tiene el guardarropa, donde lo dejará todo introducido previo depositar un euro para que una llave le permita cerrar.

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El cajón es tan pequeño que su cazadora, su chaqueta o su abrigo, quedarán completamente arrugados. Pero no crea que el viacrucis ha terminado, cuando pase de una sala a otra, se encontrará con un señor sentado detrás de una mesa, que previamente le pedirá el carnet o el pase que usted tenga, le revisará si lleva un cuaderno de apuntes, hoja por hoja y así sucesivamente. Yo comprendo que debe de haber una vigilancia, pero lo excesivo, aparte de molesto, acaba siendo grotesco, sobre todo si el visitante como fue el otro día mi caso, solo pretendía interesarse por el opúsculo, la salsa mahonesa que en el año 1925 escribiera Teodoro Bardají. Pero después de mirar en dos ordenadores, no hubo forma de encontrarlo.

Ya que estaba allí, pregunté por el retrato del Nobel de Literatura Camilo José Cela, obra de Matías Quetglas, y no supieron darme razón en que sala estaba. A esas alturas José María Pons Muñoz, ya no estaba dispuesto a pasar más controles. Recogí mis cosas y salí malhumorado en busca de un restaurante donde ya había comido otras veces a saborear un estupendo cocido madrileño.