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Hace años, cuando el consumo digital era algo incipiente, se dio el fenómeno del webrooming, usuarios que buscaban la información en internet y que, como desconfiaban, se dirigían luego a la tienda física a comprar el producto. Ahora se está dando la situación inversa, el denominado showrooming que convierte los comercios tradicionales en salas de exposición donde poder tocar y comparar los objetos que después se comprarán en línea. Pienso que no se puede poner limitaciones físicas a algo que no lo es, resulta inútil, no toca otra que adaptarse a los nuevos hábitos de consumo, ahora bien, esta nueva práctica se está convirtiendo en un grave problema para las tiendas.

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Eso de marear al personal, usar sus instalaciones y acto seguido conectarte a una plataforma por el móvil para comprar la prenda en cuestión es echarle bastante cara al shopping. La baza de una atención personalizada no solo se pierde sino que se vuelve en contra de la venta tras revolver estanterías. Pero la posibilidad de fijar una tasa por el probador, salvo en casos muy específicos, no me parece acertada. Porque todavía muchísima gente acude a la tienda física de forma honesta, porque determinados productos prefiere ver cómo le sientan, recibir un consejo profesional, comprobar en directo si tiene esta u otra prestación, porque en internet no es tan fácil discernir lo que es realmente de calidad. Y otra cuestión es que muchos de los showroomers seguro que son un público más joven, y ¿por qué debería cobrarse a la clienta de toda la vida que no entiende de códigos QR y quiere ver cómo le sienta el bañador? Como siempre, pagarían los que no tienen la culpa. Puestos a adaptarse, es mejor la táctica de las franquicias, hacer del defecto virtud, apoyarse en la compra on line, incluso animar al cliente y redirigirle a tu web, y que el mundo digital sea un potente complemento al trabajo en el pequeño comercio en lugar de un enemigo imbatible.