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Bastante tute nos están dando con las generales y las locales como para pensar que además nos tomemos en serio las elecciones europeas. La ilusión de los primeros tiempos en lo que todavía era la CEE ha trocado en indiferencia salvo para las instituciones, patronales y hasta los sindicatos que han recibido financiación para inversiones o cursos de formación.

El proyecto se consolidó en la Unión Europea, se puso en marcha la moneda común y se redactó una constitución hace tres lustros que finalmente no prosperó. Lo que era la Europa de los 15, una dimensión manejable y de objetivos comunes, pasó de golpe a la Europa de los 27, lo que de algún modo la ha desvirtuado porque no es lo mismo pertenecer a un club que ser uno más de la multitud.

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El desapego que ha provocado el estancamiento institucional por la falta de nuevos objetivos y el apogeo de los populismos de izquierda y derecha -a estos y muchos otros efectos, son iguales- ha sido un buen abono para que el cultivado euroescepticismo británico haya desembocado en el Brexit, que es más que un toque de atención al proyecto europeo, amenazado de esclerosis por su abuso de burocracia.

Hoy seguimos creyendo en la Unión Europea, en la última encuesta sobre si la pertenencia es beneficiosa, tres de cada cuatro españoles creen que sí. Irlanda, la más católica, es también la que más fe tiene en la UE, nueve de cada diez, mientras que Italia es el único territorio donde son más los que consideran que estar en la Unión es perjudicial para el país (45 por ciento) y serían partidarios de la salida frente a los que están a favor (43 por ciento). La diferencia es tan escasa como sintomática de la creciente indiferencia, que es palpable al hablar de las elecciones. El 51 por ciento declara que no le interesan, Europa está hoy más lejos y no es vista como solución a los problemas domésticos.