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Decía Hermann Hesse que «hacer versos malos depara mucha más felicidad que leer los más bellos». Por eso, lo ridículo le puede frecuentemente a lo sublime; y lo prosaico, se impone de manera implacable a lo más noble. En la sociedad mediocre, al que sobresale le cortan la cabeza. Será por la vanidad o por ese egoísmo tan arraigado que padecemos, lo cierto es que pecamos de pretenciosos y esperamos generalmente demasiado, cuando la cosa no da para tanto. No todos ven lo grotesco, ni captan el engaño, ni huelen a tiempo el peligro cuando acecha. La realidad va por un lado y nuestra mente pensante vive atrapada en una telaraña de esas que la mosca no percibe mientras vuela. La experiencia vivida por la doctora venezolana Briseida Gil, que conocemos a través de la entrevista que le hace Juan Carlos Ortego en el Diario MENORCA, nos pone sobre aviso de lo que puede ocurrir en un país que se deja llevar por el populismo, los mensajes de odio y oscuros intereses económicos. Podríamos ser nosotros. No estamos a salvo. En este juego de las superpotencias por hacerse con el control de países y sus riquezas, la vida humana pierde toda seguridad y acaba aplastada bajo la tiranía de unos pocos. Tal vez siempre ha sido así. Habíamos creído en el progreso, la democracia y la fuerza de la razón. Hasta que aparecieron de nuevo: el nacionalismo, la xenofobia, el separatismo, las dos Españas y los cuatro jinetes del Apocalipsis.