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Los ayuntamientos y otras instituciones recién constituidas comienzan su andadura aprobando el organigrama de funciones y la retribución de las mismas. Cada corporación determina cómo se remunera el trabajo público, asunto delicado siempre por las susceptibilidades que levanta un asunto de fácil demagogia.

Si un alcalde o alcaldesa es el principal gestor de una empresa que maneja un presupuesto anual de, pongamos por caso, 10 millones de euros, se le supone capacidad y responsabilidad y habría de fijarse la retribución sobre esos dos criterios.

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Significa que la formación ha de ser valorada y que aquellos que en su vida han realizado un esfuerzo personal y económico por el estudio han de cobrar más que quienes han llegado al puesto sin más mérito que un gran despliegue de simpatía entre el vecindario. De haberse aplicado con más rigor este criterio, es probable que se hubieran evitado muchos disgustos indemnizatorios. No es nada nuevo, es el mismo criterio que se aplica para los funcionarios, cuya categoría y responsabilidad está en función de su bagaje académico y empírico. Los responsables políticos no dejan de ser funcionarios eventuales.

De ese modo, se evitaría el tan criticado acceso al cargo público como solución existencial de quien carece de algo mejor que hacer. Para Aristóteles, la dedicación a la vida pública era la máxima excelencia, la opción más sabia que se le ofrecía al hombre libre.

No es el caso de hoy. Ahora, quien busca la excelencia huye precisamente de la vida pública, chamuscada como está de tanto arribista en busca de colocación. Y de ese modo, perdemos todos. Dicho esto, no parecen exageradas las retribuciones aprobadas y conocidas, sí lo son los incrementos por encima del 20 por ciento, que rompen la referencia de partida.