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No sé ustedes, pero uno, cuando necesitaba algo, antaño, iba a la tienda. Ahora no. Ahora la tienda viene a ti, a tu casa. ¡De madrugada! El otro día lo descubriste. No podías dormir y, en vez de contar ovejitas, que era lo tradicional, encendiste la tele. 3.00 horas de la madrugada. La habitación, a oscuras, se iluminó entonces ligeramente con multitud de colores que iban y venían. Procuraste no mirar a tu derecha, donde estaba la parienta, porque si a plena luz la susodicha ya daba miedo con esas rodajas de pepinillos en los ojos y esa crema verde pistacho con “look” a lo “La máscara”, ¡imagínense ahora, entre lucecitas y rayos catódicos…! Y, de pronto, surgió en la pantalla un desgraciado que con una brocha cutre en la mano izquierda y un bote de pintura en la derecha te inquirió: “¿A qué su mujer le ha pedido recientemente que pintara el piso?”. ¡Imbécil! Al oírlo estuviste a punto de padecer un infarto. ¿Cómo lo había adivinado el muy “gili”? ¿Lo habrá oído el “Grinch” con cabellera que tienes por esposa? Sigilosamente la miraste y te tranquilizaste al verla dormida y roncando. Porque, para que lo sepan, las mujeres también roncan. No contento con la hazaña, el presentador continuó con sus despropósitos: “Si es así, no se preocupe, porque aquí tiene un “kit” de pintor que le facilitará las cosas. Sólo por 90 euros. Pero si llama antes de media hora, una segunda unidad únicamente le costara 179’99 €”…“Sí, para pintar piso y, además, cochera, no te…” –te dijiste-. El programa, al parecer, se denominaba “La tienda en el hogar”…

Acto seguido, la cosa se animó un poco. Salió una chica, muy mona ella, que, no obstante, tenía algunos problemas de vocalización. Te tranquilizaste. Pero la dicha duró poco. La locutora (o lo que fuera) te lanzaba otra interrogante: “¿Quiere ser un zar? ¿Quiere regalarle a su esposa, su zarina, un collar de esmeraldas y zafiros?” Y tú, sin percatarte de que la susodicha no podía escucharte, le contestaste: “Lo que yo quiero ser, criatura, es “conseller” con dedicación exclusiva y, a ser posible, de urbanismo”… Evidentemente, no te hizo caso y siguió a su bola: “Puede pagarlo en cómodos plazos de diez euros al mes”. Y llamaste al número de la pantalla, cotilla, no para convertirte en un Romanov, sino para saber el número de mensualidades que te costaría la broma. Comunicaban. Para que luego digan que eso de las monarquías está demodé. Finalmente, una voz aséptica, y tras solicitarte un sinfín de datos, te auguró que, con suerte, tus tataranietos podrían saldar la deuda. Mientras, tu “Grinchempepinado” seguía durmiendo, sin percatarse de que, aquella noche, había tenido, sin saberlo, la oportunidad de convertirse en Anastasia

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Has de decir, sin embargo, que algunos productos resultaban realmente útiles. A saber: Unos pequeños embudos que, a modo de gafas, facilitaban la introducción de las gotas que el oftalmólogo te había prescrito para tu conjuntivitis; o esa tetera en la que el asa estaba en el mismo lado que el pitorro de salida (¡cómo para no quemarse uno!) o el depósito de agua de un retrete convertido en pecera. Así, el usuario podía (mientras intentaba poder) contemplar vistosos pececitos de colores en la más estricta de las intimidades…

Pero lo que colmó tu paciencia fue cuando un tercer locutor te habló de un cómodo sillón que, eléctrico y articulado, permitía el que uno/una se sentara o levantara del mismo sin esfuerzo ni peligro alguno… “Un regalo ideal para la suegra…” –concluía-. “¡Pero si lo que yo quiero es que se la pegue… Ya me entienden, ¿no?!”…

Cuando sonó el despertador, lo agarraste y lo besuqueaste con profundo amor y gozo, mientras el “Grinch” regresaba a la vida. “¿Has dormido bien,Toniet?” –te preguntó-. “Sí, zarina mía” –le contestaste-. Anastasía te preguntó de nuevo: “¿A dónde vas,Toniet?” Y tú, ojeroso e irritado, le respondiste: “A comprarme un rebaño de ovejas, Romanova mía”…