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Josep Bagur, director de «Es Diari», detecta un curioso efecto colateral del cambio climático en su columna del 21 de julio. Se trata del incremento del mal humor en la población en general. Calles y carreteras se llenan de veraneantes agresivos, escribe, que insultan al informador del parking cuando no encuentran plaza, que tensan la cola en la pescadería intentando saltársela haciéndose pasar por inspectores, que se resisten a servir en los bares a señoras mayores de Ciutadella porque ‘consumen poco’. Y debe de haber la tira de microcabreos por la masificación que no llegan a los medios…

El artículo del director sobre la mala uva ambiental me pilla sensibilizado. Anoche en el parking aledaño al ascensor del puerto unos circunspectos señores me reconvinieron por haber tocado su coche al desaparcar. No cambiaron el tono -contenido pero agrio- al comprobar que no había el menor rasguño en su delicado automóvil, y siguieron sermoneándome sobre la necesidad de fijarse en estas cosas. Abandoné el lugar de autos -nunca mejor dicho- con sentimiento de culpa como me ocurre siempre que me riñen: ¿seré el único patoso que toca a los coches colindantes cuando aparca y desaparca?, ¿debería haberles invitado a un mojito como desagravio?

Me temo que no son anécdotas. Llàtzer Moix, ilustre articulista de «La Vanguardia» y habitual de El Cachito, nos habla de la temporada alta en Venecia, donde solo se ven cabezas (¿Macarella, Macaralleta?), y es que los turistas que eligen los destinos más populares corren el riesgo de no verlos porque sus congéneres se los tapan. Y esto irá a más, escribe Llàtzer, el año pasado se contabilizaron en el mundo 1.400 millones de turistas, lo que significa que casi el 20% de los terrícolas ejercieron de turistas en 2018… Quizás en el mundo rural, continúa Llàtzer, estén anhelando el maná turístico, pero hay que sopesar los costes. En España, cuando tuvimos toda la costa urbanizada empezó a construirse en segunda, tercera o cuarta línea, con los resultados de todos conocidos. Una opción, pues, sería el modelo Benidorm. La otra, ¡vade retro!, es incrementar las tasas turísticas y mantener el flujo de visitas a niveles soportables. «Algo habrá que hacer» concluye Llàtzer, porque, hoy por hoy, los turistas no parecen dispuestos a dejar de serlo.

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Y también hay que tener en cuenta las nuevas tendencias, los aficionados al llamado dark tourism, especializados en visitar tumbas, zonas catastróficas (ahora Chernóbil, gracias a la serie televisiva), cárceles, campos de concentración e incluso selectos osarios. Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra: los menorquines podemos aportar al dark tourism los mamotretos de la carretera a medio construir/destruir o las ruinosas casetas de la Solana en el puerto mahonés… Por mi parte, confieso que visité hace unos años un «centro de detención» de la Gestapo en Colonia y aún no me he recuperado, y hace unos pocos meses, sin ir más lejos, pasamos más de medio día en una plantación visitando las viviendas de esclavos en Lousiana, cerca, muy cerca de la ciudad de la alegría, Nueva Orleans…

Pero volvamos a la tesis de Josep Bagur y veamos qué se puede hacer para controlar la mala leche, sobre todo sus señorías, porque la aspereza reinante en el hemiciclo durante la frustrada sesión de investidura, ha sido una autopista hacia el desacuerdo y la parálisis. Decía Vaclav Havel, eximio intelectual y primer ministro que fue de la última Checoslovaquia y la primera Chequia (separación pacífica que no abrió las puertas del infierno), que las buenas relaciones personales entre gobernantes (la química se diría hoy), a veces arreglan más problemas que los grandes tratados…

Mal lo tenemos aquí a tenor de lo que hemos visto en estos bochornosos días de julio: mal rollo, animosidad permanente (con premio especial del jurado al hiperventilado Rivera, ¿qué le pasa a este chico que va de desvarío en desvarío?), improperios y escaso espíritu constructivo, el que se necesita para organizar un gobierno a la portuguesa (gobierna el Partido Socialista con apoyos parlamentarios de comunistas y ecologistas), de sorprendente éxito o, en su defecto, recabar la abstención del PP en base a unos pactos de Estado. No hay más.

Bueno sí, está el tal Boris Johnson, nuevo primer ministro británico quien, cuando se dirimía el referéndum, mandó dos artículos al «Daily Telegraph», uno a favor del brexit y otro en contra y tras el resultado llamó al periódico para que publicaran el primero. Lo cuenta el periodista hispano británico John Carlin en «La Vanguardia», quien califica a Mr. Boris de «Trump culto»…¡Socorro!