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¡Hola Paquito! – saludas-. Sabes que lo que estás haciendo (hablarle a un muerto ante su lápida), es una verdadera locura. Pero, no obstante, has sentido la necesidad imperiosa de hacerlo…

«¡Hola, Paquito!

He venido para pedirte perdón. En nombre mío y en nombre de cuantos (¡y cuánto!) te criticamos antes de que la espicharas. Luego, ya no… ¡Natural! Y es que me/nos he/hemos dado cuenta de que no eras ese cantamañanas estúpido, malintencionado y cansino que se empecinaba en adoctrinarnos, sino, más bien, un hombre con visión de futuro, un influencer prematuro, algo parecido, en castellano, a influenciador… Ya sé, ya sé Paquito, que el término no aparece en la RAE. Tú te obstinabas -¿te acuerdas?- en señalarnos cómo debíamos vestir, qué teníamos que hacer, cómo pensar y sentir, qué cosas elegir y a qué lugares acudir… Y, nosotros -¡entiéndelo!- estábamos de ti hasta los mismísimos. Porque -¿para qué engañarse?- lo tuyo –tu existencia, digo- era un culebrón. Una verdadera caquita. Tal vez, en tu condición de ateo irredento, jamás te enteraste de lo de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio… Ahora bien: fuiste un poco gilipuertas… Ninguna marca te patrocinó. Ninguna empresa, en efecto, te pagó jamás para que nos influyeras, para que nos indujeras a comprar sus (en la mayoría de los casos) auténticas sandeces… Será que, por aquel entonces, las personas tenían criterio y se dejaban llevar únicamente por sus propias convicciones y gustos… ¿Absurdo, verdad? Y así te nos fuiste: pobre… ¡Pobre de narices! Si hubieras aún vivido, estarías forrado y contarías con millones de fans, con millones, sí, de seres eternamente indecisos a la búsqueda de tus sabios consejos… Esas recomendaciones sin las cuales los susodichos serían, sin tu mesianismo, totalmente incapaces de vestirse, escoger unos calcetines , pedir un plato en una carta o cualquier otra actividad aparentemente inane… Y no hablemos ya de ideología, ética, filosofía o arte… Eso, como comprenderás, resultaría necedad.

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Y es que esto ha cambiado mucho desde que te fuiste. Antaño, a los influencers, los hubiéramos denominado ‘manipuladores’. No es este un paralelismo exacto, dado que, en el primer caso, los sujetos y las sujetas se dejan comer el coco y, por ende, aplauden, mientras que, en el segundo, las víctimas no eran conscientes de que estaban siendo convertidas en auténticos títeres…

¿Qué cómo empezó todo? Tal vez cuando, por ejemplo, alguien salió a la calle con unos tejanos rotos (por estrecheces económicas) y algún tonto del trasero le dio por seguirle el juego. Ahora, los usuarios de esos pantalones con aire acondicionado son legión. Y la cosa ha ido a más: antes eran pantalones –repito el término a falta de un sinónimo apropiado- con agujeros y actualmente ya son un único agujero en forma de pantalón… La verdad es que (¡pero no lo digas por ahí!) los mentados tejanos me parecen un verdadero escarnio hacia esas personas que, durante amargos lustros de pobreza y miseria, los utilizaron porque no les quedaba otra…

Rico, sí, Paquito… ¡Rico te me habrías muerto! ¡Y pensar que te pasaste la vida de contable en un taller, jorobándote la vista y la espalda! Y es que, Paquito, no me agrada lo que veo… Me huele a vanidad, a complejos de inferioridad y a falta de criterio propio, como ya te he dicho…

Y ahora te dejo porque he de preparar el almuerzo. Había pensado en unas lentejas, las de toda la vida, pero según la influencer que ha consultado Paquita, mi mujer, hoy toca algo adobado con algas codini y wakame. Quiere que prepare unos calamares linguini, para lo que son imprescindibles unos tentáculos recién salidos del mar… ¡Y yo que no me acuerdo de dónde dejé mis artilugios de pesca! Pero, Paquito, de lo que sí llevo acordándome toda la mañana es de la influencer de los cataplines y de la madre que la parió… Y, mientras, rezo para que a la susodicha no le dé por aconsejarle a mi Paqui que un servidor se haga unas extensiones… ¡Uf!».