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El mercado de la vivienda no es capaz de regularse solo con la dinámica propia de la oferta y la demanda. A pesar de figurar en la cúspide de los programas electorales desde hace al menos una legislatura, los gobiernos, pese a algunas iniciativas más o menos originales, no han conseguido resultados visibles. La preocupación por los desahucios ha dado paso al pánico que siente un número muy importante de familias por la subida espectacular de los alquileres, la falta de oferta y las grandes dificultades para conseguir una hipoteca y poder comprar un pisito con cuotas asumibles.

Como metáfora, incluso los centros de internamiento de extranjeros de España (CIES) no tienen camas libres. Por eso los argelinos que llegaron en patera a Menorca fueron puestos en libertad para ser detenidos después cuando se consiguió alguna plaza en un centro de internamiento. Se creó una situación rocambolesca, incomprensible. Con los emigrantes que llegan en patera solo se cumple la ley si hay camas libres.

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Si el mercado no se regula solo, lo que sí se está adaptando es la precariedad. En silencio, sin que trascienda, algunas familias vuelven a vivir con los padres y otros parientes, mientras que otras buscan una habitación a buen precio o se convierten en okupas. Un proceso que afecta a la dignidad y a la autoestima. Es un síntoma de esa clase media que no llega a final de mes y que se adapta al medio, a una sociedad que está perdiendo el bienestar como un coche viejo pierde aceite, sin un mecánico capaz de repararlo.

Los políticos dicen que esta es la legislatura de la vivienda. Pero creo que ya no se trata de aplicar políticas de servicios sociales, sino políticas de reforma estructural del mercado de la vivienda, evitando la especulación, regulando los precios, permitiendo a las familias modestas aspirar a una vivienda, en propiedad o en alquiler, sin que sea una losa pesada para toda la vida. Porque la raíz etimológica de vivienda es vivir.