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Soy consciente de que a veces las cosas me hablan, aunque no suelo entender su lenguaje. De pronto algo me llama la atención, algo que por otra parte veo todos los días: una estantería llena de libros, una puerta abierta, un cuadro, un par de zapatos, etc. Soy consciente de que los libros me hablan. A veces he comprobado que después de fijarme casualmente en los volúmenes de un estante me ha llegado la noticia de la aparición de un nuevo libro mío. En cierta ocasión se cayó un cuadro que llevaba siglos colgado de la pared, sin que nadie lo tocara, y recibí la noticia de la concesión de un premio a una de mis novelas. Mi madre decía que soñar con pies o con zapatos significaba que algo bueno estaba en camino, de modo que si me fijo de repente en un par de zapatos viejos, puede ser que vaya a producirse alguna noticia, y a veces se produce, efectivamente, pero como digo no suelo entender bien el lenguaje de los objetos y a lo mejor resulta que los zapatos me están diciendo otra cosa, sin que sepa cuál, sin que a lo peor llegue a saber nunca qué me estaban diciendo. Si esto fuera así, si no se tratara de una pura intuición, a lo mejor sería verdad la frase de García Márquez que asegura que «las cosas tienen vida propia, todo es cuestión de despertarles el ánima». Otro escritor que dio vida a las cosas inanimadas es Pere Calders. Hace mucho tiempo que leí en la revista «Tele estel» una narración suya titulada «La rebel·lió de les coses», en la que de alguna manera ponía de relieve la dependencia del ser humano de las tecnologías. Por cierto que eso fue mucho antes de la moda del realismo mágico, en el que se ha encuadrado a Pere Calders, diría que demasiado a la ligera.

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Yo no creo que las cosas tengan alma; lo que creo es que nuestro cerebro está mucho más desarrollado de lo que nosotros sabemos aprovechar, y que en ciertos momentos puede leer en los objetos inanimados, o en las actitudes humanas, o en el ambiente en que se encuentra algo que en cierto modo le preocupa, le ronda por la cabeza, y que despierta su raciocinio en aquel preciso instante. Por algo dicen que a Newton se le ocurrió la idea de la gravedad de la Tierra cuando se le cayó una manzana sobre la cabeza. No fue la manzana, la que le habló, sino su propia cabeza, que demostró su clarividencia a partir del nimio hecho de la caída del fruto. Luego quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija, y si el árbol es un manzano y los frutos están maduros, pues eso…