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Podías ser devoto de Bowie, comprarte todos los vinilos de Dire Straits, hacerte el alternativo poniendo en la lista de preferencias a Pink Floyd o Supertramp cuando aún no habían alcanzado la dimensión que lograrían años después, entusiasmarte al descubrir a The Doors, y manifestar tu entusiasmo por Deep Purple.

Eran todos ellos grupos o solistas míticos entre la amplia amalgama de excelentes bandas que presidían la música de aquellos años, sin obviar al pop británico más comercial con innumerables referencias que se incrustaron en la juventud ochentera: Status Quo, Simple Minds, Spandau Ballet, Prince, Culture Club, Rod Stewart ...

Después, en lo más doméstico, había que saltar, vibrar y cantar casi todo lo relacionado con la movida madrileña. Desde Radio Futura hasta Los Nikis pasando por Alaska o Mecano, incluso Miguel Ríos porque era rockero y el rock siempre ha tenido aceptación. Esa constelación de formaciones tenían marcha, música y letras que rompían abiertamente con el pasado. Por eso impactaron y aún suenan con frecuencia.

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Pero ojo, si entonces alguien entonaba algo de Camilo Sesto, Julio Iglesias o Rafael, por hablar de tres de los más grandes que ha dado la música comercial española, o simplemente admitía que esas canciones también le gustaban, quedaba señalado automáticamente como un hortera de mal oído y dudoso gusto.

Las baladas de Camilo, el segundo nacional que más discos ha vendido en todo el mundo, servían a la perfección para acercar cuerpos en los bailes lentos de las fiestas de los sábados por la tarde en alguna casa que quedaba libre porque los padres habían salido y tenían ‘tocata’, pero valían mucho más que todo eso.

Camilo Sesto -en los últimos años una caricatura de lo que fue- es un ejemplo de aquel rechazo absurdo de jóvenes y mayores que entonces lo despreciaban de puertas afuera porque era español, melódico y sus letras no eran reivindicativas ni transgresoras como en aquella época. Hoy, nadie tras su muerte, puede discutir su éxito.