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Ni por compasión, como les pedía en un reciente artículo en «El País», parecen dispuestos nuestros líderes políticos a ahorrarnos el trance de unas nuevas elecciones con su corolario de más meses de parálisis institucional, amenizados, eso sí, por las diferentes ‘bandas’ en busca de su ‘botín’. No son capaces de conjugar el verbo inglés to compromise, que significa preferentemente ceder y adoptar parte del discurso del adversario, para llegar precisamente a un compromiso de gobernabilidad para un período en que los retos se acumulan en forma de sentencia del procés, brexit, guerras arancelarias, desigualdad, transición energética y… ¡Oh, cielos!, con el fantasma de la recesión aleteando en el horizonte.

¿Cómo salir del bucle y no perecer en el intento? Los líderes se muestran inflexibles, los de la derecha como si la cosa no fuera con ellos, fieles a la máxima del entrenador de fútbol argentino Bilardo de «al enemigo ni agua, pisálo», tan por la labor como estuvieron en otro momento político de facilitar la gobernabilidad exigiendo la abstención a los socialistas… Mientras tanto los de la izquierda, empeñados unos en dotarse de carteras ministeriales y atemorizados los otros -los ganadores de las elecciones-, ante la perspectiva de compartir con ellos sillas en el Consejo de Ministros, y lo más inquietante, competir en la ruedas de prensa posteriores para ver quién la tiene más larga (la progresía)

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Estamos ante un auténtico nudo gordiano que nadie parece capaz de desanudar. Deberíamos aprender del ejemplo de Alejandro Magno quien, ante tal tesitura, afirmó que era lo mismo desanudarlo que cortarlo y se aprestó a sajarlo de un certero mandoble. Quizá la situación política en España haya llegado a este punto de imposibilidad de deshacer el nudo por los procedimientos habituales (to compromise) y haya que propiciar una solución democrática imaginativa, capaz de sacarnos de esta pesadilla de una repetición electoral que puede generar una monumental abstención además de una epidemia de jaqueca entre la ciudadanía.

La Constitución ampara la libre decisión de los parlamentarios, y por otra, la Ley de Partidos habla de la obligación de los afiliados de acatar y cumplir las directrices de los órganos de dirección del partido. Pero no se está proponiendo aquí quebrar la disciplina de partido sino que en condiciones excepcionales, como podría ser, por ejemplo, la regulación del aborto, cuestión de conciencia donde las haya, o en una situación como la actual de bloqueo institucional, los partidos -todos, en este caso- reconozcan su incapacidad de llegar a acuerdos y, previa reforma del reglamento del Congreso, hacer posible una votación secreta, donde cada diputado, solo frente a su conciencia decida si sigue las directrices de su partido o, con su disensión constructiva, permite por fin, con otros diputados con más sentido de Estado que de partido, que este país de países tenga gobierno de una repajolera vez.

Es más que probable que con las vergüenzas al aire (creo sinceramente que algunos líderes se abochornarían del resultado de la votación) y con un gobierno por fin constituido, quizás no sería tan difícil llegar a acuerdos de gobernabilidad de geometría variable como ocurre en Portugal, sin ir más lejos. Claro que con toda seguridad no haría falta reforma alguna en caso de ganar la derecha unas hipotéticas nuevas elecciones: sus líderes suelen entenderse siempre, sin repulgos ni pejigueras.