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Ya tenemos en ciernes lo que todos nos hemos estado temiendo durante todo el verano: otras elecciones generales. ¿Y si nada cambia? El desánimo ha cundido entre los ciudadanos, y es que hay muchas posibilidades de que, pese a un reajuste de fuerzas, todo siga parecido, sin un vuelco claro, un gobierno de mayorías como las de antes. Aquello de la fiesta de la democracia cada vez que vamos a las urnas ha quedado atrás, preferiríamos que los que han sido elegidos para guiar el país hicieran su trabajo, porque para ello han seguido cobrando mes tras mes, y no que nos llamen para que les resolvamos la papeleta. Es inaudito que tengamos que celebrar las cuartas elecciones en cuatro años, al margen del despilfarro económico que supone. Desde diciembre de 2015 no salimos del atolladero. Lo intentamos de nuevo en junio de 2016 y en abril de 2019, sin éxito. Soy pesimista respecto a que el 10-N nos traiga un mensaje meridianamente claro. Mientras tanto, presupuestos sin aprobar, grandes preocupaciones en el horizonte, la última, el pulso de Estados Unidos a la Unión Europea con la imposición de aranceles que nos perjudican directamente. Una sociedad que quiere el pacto, el acuerdo, y que camina cada vez más alejada de su clase política, que no está a la altura y se enzarza en discusiones que a ratos parecen de patio de colegio, cómicas si no fuera porque juegan con las cosas de comer. Las nuestras.

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Podría parecer esta convocatoria una segunda vuelta electoral pero no lo es, porque las opciones políticas no se reducen, no se concentran, al contrario, siempre sale otra más para acabar de complicar el panorama. Quizás sea que estamos pidiendo eso, un cambio en nuestro sistema, una segunda vuelta que nos ayude a seleccionar, a salir de este bucle. Hay razones para estar cansados, y habrá muchas más para indignarse si el día después de las elecciones no empiezan ya a negociar y a entenderse de verdad.