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Un buen gastrónomo si además es inteligente, estará muy alejado de aquellos que comen como el que entra en combate, que han solido ser siempre personas desordenadas, como les pasaba a ciertos romanos adinerados. Dicen, quienes lo saben, que acostumbraban a tener una estancia al lado del comedor donde iban a parar cuando ya no podían comer más, para que un esclavo adiestrado en ese oficio les introdujera los dedos en la garganta para provocar el vómito, y así liberado el estómago, volvían al comedor para seguir comiendo. La zona donde se llevaba a término este barbarismo gastronómico le llamaba vomitorium.

Repasando mi archivo he dado con otros ejemplos de quienes llegaron a morir por una estúpida indigestión, por ejemplo el duque de Vendôme, su excelencia el generalísimo de los ejércitos franco-españoles, que durante la guerra de sucesión defendía la candidatura de Felipe V. Murió en España a consecuencia de un tremendo empacho de langostinos. Su cuerpo embalsamado fue enterrado en El Escorial y sus tripas con los restos de los langostinos recibieron cristiana sepultura en una iglesia de Vinaroz. Sus deudos pensaron siempre que su destino era morir en combate a cuenta de Felipe V; murió en combate sí, pero fue contra un exceso de langostinos, por los que este duque comilón sentía gran predicamento.

El rey Adolfo Federico de Suecia, murió el 10 o quizá el 11, aunque algunos avanzan hasta el 12 de febrero de 1771. Este rey ignoraba que de grandes cenas están las sepulturas llenas. De manera que se apretó una buena langosta, enterita, una buena porción de caviar, una generosa ración de arenques ahumados, pero sobre todo tuvo su exceso gastronómico en aquella cena con las catorce porciones de un postre típico sueco; además toda la cena abundantemente regada con champán. Tenía 60 años y un estómago incapaz de procesar tal cantidad de comida.

Enrique VIII a los 40 años empezó a engordar, nada raro después de apretarse entre pecho y espalda en sus desayunos 13 platos de comida y 10 pintas de cerveza. Tampoco nada raro que tuviera diabetes y una gota que le hacía pasar días muy dolorosos, en una época que la ciencia médica ignoraba que la carne de caza mayor es de lo que mejor se nutre el ácido úrico. Cuando murió pesaba 145 kilos.

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El rey Faruk, último rey de Egipto, tenía una enfermiza y desordenada pasión por la comida que acabó por matarlo en el año 1965, tenía 45 años. Este hecho histórico sucedió cuando se encontraba cenando en el lujoso restaurante Ile de France, de Roma, terminaba de apretarse una docena de ostras crudas, un par de langostas, una generosa ración de cordero asado, acompañando al cordero un gran plato de patatas asadas por las que sentía debilidad, dos naranjas, una mandarina, un café, dos botellas de agua y una Coca-Cola. Cuando el rey cayó muerto al instante sobre la mesa causó el lógico estupor entre el resto de comensales.

Podría ampliar el relato hasta llenar varios artículos sobre las absurdas necrológicas también de reinas y su pantagruélica manera de comer. A más de una se la ha llevado por delante. Marqueses, duques, adinerados sin oficio, menestrales, terratenientes que veían pasar el tiempo, llenando la andorga hasta literalmente reventar.

Reyes y reinas han sufrido la terrible venganza de la gota, los dolorosísimos cristales del ácido úrico, sobre todo por su desaforada pasión por la carne de caza mayor. Caso, pongo por caso de Carlos V, padre de Felipe II; ambos padecieron el mismo mal.

Conozco un fanático por las ostras que ya no sería la primera vez que se ha comido de una sentada 144 (12 docenas de ostras), lo que los amantes de las ostras conocemos como una gruesa. La glotonería ha existido siempre y no son por eso pocos los que lo han pagado con su propia vida.