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No se pueden imaginar, pacientes lectores, cuánto me conmovió el gran Rufián cuando hace algunos años supe de su existencia y vicisitudes gracias a la pública confesión que pronunció solemnemente frente a la amplia audiencia que proporciona a oradores en prácticas el púlpito del Congreso de los Diputados. Aunque debo reconocer que inmediatamente después del moqueo que -fruto de la ternura- se desencadenó en mí nariz, en sintonía con el relato que nuestro héroe ofrecía sobre sus primeros traumas infantiles, noté algo en la escena que no cuadraba: El pobre Rufián se quejaba, no sin razón pienso, de la enorme crueldad que supone para un niño que sus compañeros le señalen, le ninguneen, se burlen de él, bajo la acusación de un pecado no achacable ni a su capacidad ni a su actitud, sino a su origen. En efecto, el niño Rufián, siendo descendiente de andaluces, y estando escolarizado en Catalunya era tachado con desprecio y no poca vileza de «charnego». Ahora bien, este lamentable episodio en su biografía, si no le entendí mal, no era esgrimido por el gran Rufian durante su emocionante discurso como argumento para señalar al nacionalismo excluyente como una peligrosa arma cargada de consignas diseñadas para segregar a ciudadanos de pura raza de otros considerados inferiores por el lugar de nacimiento de sus abuelos.

No, amables lectores, el gran Rufian, muy al contrario, utilizaba extrañamente esa terrible experiencia de bulling durante su estresante adolescencia para reprochar a los paisanos de sus antepasados un cúmulo de vicios mientras alababa sin pudor en cambio a los patriotas que lo putearon por carecer del deseable pedigree de pura raza autóctona. La incongruencia se me antoja semejante a la que cometería el hijo de un gentil, criado entre judíos, que tras ser vilipendiado por éstos por no pertenecer al pueblo elegido, se hiciera ultraortodoxo.

Los afanes de las gentes que se creen superiores a los demás, no por méritos propios -que sería penoso pero hasta cierto punto comprensible-, sino por la mera pertenencia a un grupo (una raza, una religión, un país, un sexo, una posición económica heredada me sirven igual) entran, según mi criterio en el campo de lo odioso en primera instancia y en el terreno de lo peligroso en segunda derivada.

El gran Rufian, como tantos otros, tras prolongadas sesiones de tortura, dio su consentimiento: o me afilio entusiasmado al bando fetén, dando inequívocas muestras de que el adoctrinamiento ha operado su función con éxito o no pararán de darme collejas. Esto es humano, ya que no somos héroes, pero es también patético.

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Cuando un grupo humano debe defenderse de un trato injusto (quizás los kurdos, quizás varias etnias africanas, quizás los judíos en la Alemania nazi, quizás los palestinos en Israel actual, quizás los camboyanos frente a los jemeres, quizás los rusos frente a Stalin, los obreros chilenos del salar frente los dictadores que les explotaron y masacraron, los intocables indios frente a las castas superiores, quizás los coreanos del norte frente a su amado líder) no necesita acudir a la mentira, la exageración y la falacia para defender su causa. Les basta con hacer visible su realidad.

En el caso catalán hubiera sido razonable que, admitiendo cierto coste (salir de Europa, poner en riesgo la economía, las pensiones, la sanidad, etc...) hubieran decidido que a pesar de ello preferían (el 50% de ellos) pagar las consecuencias y salir de España. También sería razonable aceptar que la justicia (tanto la española como la catalana) no cumplen a rajatabla la función de la equidad. Es también indudable (y por tanto argumentable de cara a una separación) que la política española huele a podrido (quizás tanto como la de Pujol y sus mutantes herederos). Lo que no tiene un pase es etiquetar como presos políticos a quienes defienden los mismos ideales que el gran Rufian, siendo así que éste no ha sido procesado por ello.

El caso de Rufián es paradigmático: Fue tachado por los mismos hiperdemócratas primero de charnego (por sus genes) y después de botifler (por ñoño).

No aprenderá.