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Ya sabemos que vivimos en la sociedad del espectáculo, donde anidan la apariencia, la manipulación y el engaño. Las reglas son sencillas: captar la atención, generar emociones, fidelizar clientes.

El dinero que generan el público o los espectadores hace posible pagar sueldos astronómicos a deportistas, actores o políticos destacados. Se puede vivir muy bien de ello. Como en los números de magia y prestidigitación, nos engañan delante de nuestras narices. Nada por aquí, nada por allá. Y sacan un conejo de la chistera.

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Pero, ¿y la verdad? ¿Qué ha pasado con ella? Pues que estamos en tiempos de posverdad. No es que no exista, es que tiene poca audiencia y apenas genera beneficios. La violencia y el sexo son los espectáculos más taquilleros. Hay que ver cómo están creciendo e inundándolo todo. El populacho quiere sangre, vísceras, erotismo sin tapujos. Encuentran la vida cotidiana demasiado insulsa y aburrida. Quieren hacer historia. Conseguir la utopía. Y dar espectáculo.

Pero hay espectáculos sucios, gore, desagradables como una película de terror. Es divertido verlo desde la butaca si no eres el protagonista al que le cortan el pescuezo. Si no eres uno de los damnificados. Las desgracias, mientras sean ajenas y podamos contemplarlas comiendo palomitas, nunca vienen solas. Siempre queremos más. Permanezcan atentos a la pantalla. Se anuncia una nueva superproducción internacional: El ocaso de la democracia.