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Un incauto o inocente puede creer que la verdad es algo puro, objetivo, protegido, que desaparece con el primer resoplido del lobo de «los tres cerditos». Hoy las verdades quizás ya no sean como puños, así de grandes, pero que se pretenden imponer a puñetazos parece evidente. Ni el conocimiento o el estudio, requisito previo para descubrir la verdad, ni la palabra, mejor escrita, como forma de darla a conocer tienen nada que hacer ante el peso del puño sobre la mesa. Trump es un excelente ejemplo del líder que desprecia la verdad y que presume de tener este bien público perfectamente domesticado. Y además tiene el medio para explicarla, un tuit. En uno de ellos presumió de que podía prescindir del periodismo.

Damos por supuesto que no existe una verdad, que existen muchas, porque contrastamos esa idea con la libertad de pensamiento, con la opinión. Es el color del cristal con que se mira. Pero esta idea cierta no debería degradar la actitud de buscar la verdad y los ciudadanos no deberían renunciar como hacen a su derecho de conocerla. ¿A usted qué le interesa más, que le cuenten un cuento o que le presenten al lobo y a los cerditos, con todos sus datos, historia, declaraciones de renta, lo que han hecho en la vida? Las elecciones de hoy llegan cargadas de falsas noticias, distorsiones de la verdad y opiniones basadas en datos manipulados o inventados.

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La renuncia a buscar la verdad a favor de construir el relato no debería proceder nunca de los periodistas, cuyo oficio sigue siendo de interés público. Esa reconciliación necesaria de los medios con los ciudadanos interesa a las dos partes contractantes.

No sé si será una tendencia, pero «The New York Times» y «The Washington Post» están viviendo una buena época de recuperación de suscriptores en contraste con el mentiroso Trump. En esta sociedad que navega sin rumbo cada día será más importante saber en quién se puede confiar.