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Es un rascacielos mastodóntico, pretencioso, petado de acero y hormigón, con grandes ventanales de cristal reforzados para estar a salvo de los fuertes vientos que las azotan y al mismo tiempo para evitar que algún accionista gordinflón se tire por ellas imitando al personaje de Paul Newman en la película «El gran salto» de los hermanos Coen. En la planta más alta, la más lujosa, se prepara una reunión. Grandes pantallas conectan por video conferencia con diferentes partes del mundo: Islas Caimán, Panamá, Bahamas, Jersey, etc. Todas tienen en común el honor de pertenecer a los conocidos como paraísos fiscales, esos territorios donde es fácil blanquear dinero de dudosa procedencia y que ofrecen grandes ventajas fiscales a todos aquellos que no quieren pagar impuestos, porque eso de contribuir a un reparto más justo de la riqueza es una soplapollez enorme.

Ya están los accionistas, todos hombres, alrededor de la enorme mesa de ébano importada de la otra parte del mundo por el capricho del supremo presidente de la Corporación. Se dan la mano y al estirar el brazo, debajo de sus trajes italianos hechos a medida, sobresalen relojes Louis Moinet y Patek Philippe, todos exclusivos, todos por encima del millón de euros. Intercambian frases cortas y formales, todos se conocen, nadie confía en nadie. Saben que el supremo presidente no sacará un bate de beisbol a lo Al Capone para reventarles la cabeza contra la elegante mesa, pero también saben que un una sola llamada les puede expulsar del club más exclusivo al pozo de la plebe. Se respira cierta tensión en el ambiente, las noticas que llegan no son demasiado halagüeñas, y el supremo presidente se hace esperar.

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Pasados unos breves minutos, donde los presentes no dejan de mirar sus relojes para recordar que el tiempo es oro, aparece el mandamás de todo el cotarro con el rostro pétreo y la mirada negra y profunda- la verdad es que acojona un huevo, para que engañarnos-. Saluda de forma seca y fría a los presentes, y con una ligera inclinación de cabeza a los rostros que le miran desde las pantallas.

Y empieza su discurso con una voz bronca que retumba en toda la sala: Cuando dicen Bolivia, nosotros escuchamos litio. Cuando dicen Venezuela nosotros decimos petróleo. Cuando dicen Siria nosotros oímos gas. Cuando hablen de Sierra Leona, nosotros debemos ver diamantes, y si dicen Congo nosotros coltan, que le quede muy clarito a todo el mundo. Los avances tecnológicos hacen prescindible la mano de obra tradicional, y ahora están con sus revueltas por todo el mundo pidiendo lo que no valen, ¡porque no valen nada!- grita soltando espuma por la boca-, ¡absolutamente nada!. Los conflictos no favorecen los negocios, es cierto, pero tenemos gobiernos serviles y unas fuerzas represoras bien adiestradas para repartirles caña a los monos que salen de sus chabolas. Así que seguiremos soltándoles migajas a los prescindibles con el Black Friday y todas esa mierdas para tenerlos entretenidos, y seguiremos con la labor para la que fuimos elegidos. Repitan conmigo caballeros ¡Siempre más! El aplauso es cerrado, el supremo presidente se despide con una nueva inclinación de cabeza y se dirige al helipuerto de la azotea.

Y ahora les corresponde a ustedes, queridos lectores, decidir si esta historia puede ser real, o solo fruto de una pobre imaginación que ha visto demasiadas veces las películas de los Coen, y entre todas ellas no tiene más remedio que quedarse con el nihilismo de «El gran Lebowsky». Feliz jueves.