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Es más importante la amistad que la política, aunque solemos darle más bombo a la segunda. Mejor la conversación que el mitin, la lectura que la propaganda, el ser que el aparentar. Generalmente nos preocupamos por cosas que están fuera de nuestro alcance o que dependen de los demás. En lugar de cultivar nuestra mente y nuestro espíritu, idolatramos el cuerpo y adoramos el Balón de Oro. Obnubilados por la pantalla, olvidamos a nuestro prójimo y sus necesidades profundas, parecidas a las nuestras. Las cosas sencillas, gratuitas y anónimas parece que no existen. Y, sin embargo, nuestra vida está hecha de esas pequeñas cosas.

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Nuestra familia, lo que amamos y todas aquellas aficiones que nos llenan más que un plato de macarrones. A la naturaleza le prestamos poca atención, excepto cuando nos hablan de cataclismos y cambios irreversibles. Organizamos cumbres para tranquilizar conciencias. Contaminamos de mil maneras. La tierra, el agua y el aire. Queremos vivir consumiendo unos recursos que durante mucho tiempo creímos ilimitados. Pero no. El camino no pasa por la política o la economía. Es una cuestión de valores y de hábitos. Nuestro potencial destructivo es inmenso pero, por suerte, nuestra capacidad creativa y filantrópica puede ganar la batalla. Hay que mirar al interior, al corazón y a lo más humilde. Esa es la auténtica revolución. Los que mandan no cambian nada. Los que no obedecen ciegamente, a veces lo consiguen.