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Vuestra aplicación preferida era la calle. Vuestros whatsapps, los gritos educativos de madres y padres. Las redes sociales, patios de vecindad. Vuestro Facebook, un mirador al mar donde adolescentes enamorados se estrenaban en recatadas querencias. Vuestros juegos, las canicas, fer pestellet y, ¡natural!, un balón… ¿Vuestro Google?

- La observación…

- Sí. Tus once primeros –y últimos- veraneos en el Carrer dels maonesos en Es Castell… Una década donde la vida te ofreció su cara más amable…

- Mañanas de…

- Baños en Calesfonts… Una Calesfonts en la que solo anidaba, en esa época, un bar y los pescadores tenían, en los negocios agobiantes del presente, sus poéticas cuevas de aperos, redes y futuros inciertos. Cala con cuesta denominada dels moixos, moixos ansiosos de recoger las sobras de pescados adecentados en la orilla, cuando la matutina jornada de duro trabajo concluía y las mujeres de los obreros de la mar respiraban, al fin. «Aún dicen que el pescado es caro» de Sorolla constituía, aunque no conocieran el óleo, su íntimo quejido. Ese retorno que, vestido de punto blanco en el horizonte, se mudaba en oración susurrada por gentes creyentes o no…

- Todo estaba bien entonces –te confiesas-.

- Sí -te contestas-. Especialmente cuando veías a esa niña de trenzas rubias yendo a por peix de vorera barato en tiempo de corsé capitalista…

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- Fue en esa época, ¿no?

Fue en esa época, sí, en la que, cuando te aburrías, te dedicabas a observar hormigas. Recientemente, la ciencia metida a Dios, pontificaba sobre la verdad recién descubierta de que entre ellas existía, sin duda, un código que permitía la intercomunicación…

- Tú lo supiste 53 años atrás…

No perdías de vista su trajín. Y contemplabas, extasiado, como, cuando una de esas pequeñas, diminutas criaturas no podía acarrear una migaja de pan, obtenía el inmediato socorro de otras hormigas, de la colectividad, en suma. Bella metáfora de la Comunidad Económica Europea, de que la unión –y en conocido aserto- hace la fuerza y de que la separación, of course, produce el efecto contrario…

Y ahí te quedabas, analizándolas, en su trabajo individual pero, a la postre, grupal… Hasta que Paquito, tu antagonista, se deleitaba, con placer malsano, a pisarlas para, básicamente, jorobarte…

Probablemente, Johnson o el inefable Farange («Dejar entrar a España en el euro fue un error» es una de sus celebérrimas frases) o Junqueras o Torra o el inimitable Rufián, metido recientemente a presidente, no observaron nunca ese espectáculo maravilloso, aleccionador. Hablan en nombre de países o naciones sin que nadie les haya concedido (en el caso de los tres últimos ni tan siquiera un cincuenta por ciento de la población) esa patente de corso. Y «en nombre de», se ponen el mundo por montera, saltándose lo habido y por haber hasta alcanzar el objetivo final… Tal vez una de esas sabías hormigas de mi niñez les hubiera espetado: Y si para conseguir la Tierra Prometida no habéis dudado en violar todo tipo de leyes, ¿qué haréis cuando, una vez construida la República onírica, uno de vuestros ciudadanos se niegue a pagar impuestos o una porción de la misma exija igualmente ejercer su derecho de autodeterminación? ¿A qué leyes os acogeréis si habéis predicado como derecho y método la vulneración, por cataplines, de las mismas? ¿O es que, en esa tesitura, sí valdrá el ordenamiento jurídico? ¿Doble moralidad?

Tus hormigas no lo habrían hecho, no lo hacen y no lo harán. Prefieren unir que disgregar. Ellas saben de su pequeñez y mortalidad. Y jamás arrastrarían hacia el abismo a la colectividad. Mis hormigas no son Cameron, no son Sánchez…

Aprendiste mucho en ese buscador de la vida… Y fuiste feliz. Hasta que un día el horizonte se quebró porque uno de esos puntitos blancos, un llaüt, se empecinó en no volver. El mismo día en el que te diste cuenta de que la vida tal vez no era aquello. Te dirigiste, entonces, a casa de Paquito, hijo de pescadores y rival, le abrazaste y le diste el pésame… Pero esa es, ya, otra historia…