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En plena era de la comunicación digital es tan sencillo difundir rumores sin fundamento, verdades a medias o directamente noticias falsas como lo es tener acceso a ellas. Basta cualquier soporte electrónico con conexión a internet para recorrer las autopistas de los bulos sin que muchos de los receptores sepan discriminar lo que es real de lo que es interesadamente ficticio.

Ese debió ser uno de los propósitos románticos con el que hace años comenzaron a establecerse los servicios de comunicación de las instituciones públicas y privadas, al tiempo que gestionaban la agenda de los políticos a medida que crecían los medios de comunicación que les requerían. Debió serlo de inicio aunque ha derivado, lamentablemente, en lo que son hoy, es decir, un filtro tanto o más interesado que la difusión de las fake news para ejercer de escudo protector ante el periodismo, una de cuyas máximas fundamentales es la de publicar lo que no quieren que se publique.

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Y en esa batalla diaria entre profesionales de la información y protagonistas de ella tropezamos con situaciones esperpénticas como las comparecencias del presidente del gobierno, otrora falso reivindicador de la transparencia, en la que no acepta preguntas, o la opacidad respecto a sus movimientos. Sus ministros no le andan a la zaga como el ínclito Ábalos, capaz de desmentirse a sí mismo no una, sino varias ocasiones sobre una misma cuestión.

La práctica del desvío de la información hacia los gabinetes de prensa plantea situaciones tan absurdas, a nivel insular, como la de comunicar con un cargo político para obtener información de un hecho concreto del que está debidamente informado y que te remita al responsable de prensa que está en Palma al que antes debe informar para que este transmita lo que le diga. «¿Oiga, pero no es usted quien tiene los datos?» sí, responde, pero... Afortunadamente aquí también tenemos algunos y algunas que son accesibles y capaces de actuar con practicidad y lógica.