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Aquí decimos: «Qui té fam, somia truites», en el sentido de hacerse ilusiones o creer posibles cosas que no se pueden realizar. Castillos en el aire o el cuento de la lechera. Creemos factible, incluso cercano, lo que es solamente una ensoñación. Cuando despertamos, topamos con la realidad que nos obliga a poner los pies en el suelo; suelo que nunca es exactamente como a nosotros nos gustaría que fuese. Por eso hay aterrizajes forzosos, desengaños, timos de la estampita… y muchos que viven del cuento como los escritores de libros infantiles. Negar una cosa no implica que desaparezca o se quede sin efecto. Pero somos muy dados a confundir las cosas. Nos queremos ahorrar frustraciones y solamente las aplazamos multiplicadas por mil.

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Hoy la variedad social es tan grande que podemos encontrarnos con todo tipo de soñadores: los que sueñan tortillas, kebabs o calderetas de langosta. Por soñar que no quede. Todos queremos vivir tranquilos y evitar el sacrificio. Hasta que descubrimos que sin esfuerzo no hay futuro. Que la carcoma está instalada en el sistema y lo va minando desde dentro hasta que peligre la estabilidad del edificio. El problema de los mundos imaginarios es que la casa se queda sin barrer, las instituciones se deterioran, el despilfarro nos deja sin recursos y la convivencia se tensa hasta límites insospechados.

Hay quien sueña con una tortilla española y puede despertarse en medio de una ensaladilla rusa.