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La verdad, mentir es necesario y te mentiré si digo la verdad. Hubo un tiempo en el que mentir era algo muy feo, algo que sentaba mal, que mosqueaba. Ahora, las mentiras son casi más necesarias que la verdad. Y que nadie se asombre, basta con contar cuántas mentiras somos capaces de decir en una semana. O en un día. Mentimos tanto y sobre tantas cosas que hemos tenido que limar el concepto para transformar un embuste en la edulcoración de la verdad. Una mentira dulce que sabe, muchas veces, mejor que una verdad amarga.

Nos guste o no, mentimos. Está claro que el tamaño del engaño importa, aunque en realidad sea más importante el fondo, la intención. No es lo mismo sonreír al tomar una sopa infumable que abrazar a alguien que detestas. Pero en el día a día nos vemos obligados a modificar sensiblemente la realidad para que se adapte a nuestra necesidad tratando de que no altere demasiado nuestro alrededor.

Para salvarnos el culo, también. Como cuando en el trabajo negamos la mayor ante un despiste alegando que ha sido culpa de otro, que no nos hemos olvidado de hacer algo o que ya hemos hecho ese pedido pero que extrañamente está tardando más de lo normal. Mentimos con bastante impunidad porque ligado a la evolución social hemos aceptado la mentira y la hemos incorporado. Yo miento, por ejemplo, cuando a mis compañeros de Es Diari les digo que sé de qué voy a hablar en esta columna y llega el momento de entregarla y no tengo ni una puñetera idea. Lo siento.

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Mentir está tan asentado en nuestro día a día que hemos hecho del engaño una especie de arte. Hay genios que nos engañan y caemos embobados, como en los espectáculos de magia, y otra clase de genios que nos dejan como bobos con timos, estafas y bolas con un tufo a ilegal en mayor o menor proporción.

Engañamos y también nos engañan, claro. No hay nadie que esté libre de pecado. Tampoco creo que tenga más mérito el que manipula la realidad ligeramente para no salir perjudicado. Está el que miente por miedo a represalias, el que engaña por asiduidad o el que miente por necesidad. Todos, si te soy sincero, mienten.

La mentira, no lo negaré ni tú tampoco, también es reconfortante. Tanto para el que miente, que se sale con la suya, como para el que es engañado, al que se le evita un dolor. Para dolor, el más insoportable es cuando te pillan, cuando ese castillo en el aire que habías montado se derrumba súbitamente. Aunque el peor dolor es el que sufre el engañado, que sin saberlo vivía en ese castillo ahora derrumbado.

Hay mentirosos compulsivos y, luego, está el ministro José Luis Ábalos, que miente más que habla.