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En sus inicios, el Instituto Josep Maria Quadrado de Ciutadella era un vivero de anécdotas curiosas en esa confrontación interminable entre el alumnado y el profesorado, como seguramente también lo es ahora, como seguramente lo es en cualquier otro instituto, en todo tiempo y lugar. Y estas anécdotas –al menos algunas de ellas- merecen reproducirse en el papel impreso, no solo para recordarlas, sino para confrontar las travesuras de las generaciones anteriores con las actuales, probablemente parecidas, si bien algunas de ellas son tan distintas como las canciones entre una y otra época.

El denominador común en todas debe ser que, tanto antes como ahora, los alumnos las han endosado a los profesores que atesoran y destilan esta bondad, poseída por escasas personas, que les impide cegarse luego contra ellos. Es natural, pues, en el ser humano, no meterse en la boca de un ser, tan feroz como un león, para no ser triturado por sus fauces, sino en la de uno, manso como una oveja,... lo cual ahora mismo me da grima, por comprender tras sesenta años que en realidad los alumnos de cuarto curso éramos un grupo de cobardicas, en vez de unos valerosos e intrépidos sujetos, pero, bueno, así se expresa el ser humano desde que los descendientes de Adán y Eva fueron escolares.

Por entonces el Josep Maria Quadrado era un Instituto Laboral. Se combinaban pues las asignaturas troncales con las de Electricidad, Mecánica, Carpintería y Agronomía. Y precisamente en los aledaños de esta última asignatura tuvo lugar la jugosa anécdota que me dispongo a relatar.

Don Lorenzo Villalonga Cuadrado, nuestro profesor de Agronomía, al igual que el profesor Ulldemolins, mentado el mes anterior en mi artículo, era, eso, manso como una oveja, y por lo tanto adecuado para el derroche de nuestras travesuras.

Un buen día sucedió que, en el denominado campo de prácticas agrónomas, sito en el camino a Santandría, llegó el repartidor de Correos para entregar dos saquitos de habas, recogidos por nosotros ante la ausencia de don Lorenzo.

Mientras esperábamos su aparición, poquito a poco, una tras otra, fuimos traspasando las habas de uno de los saquitos a nuestras respectivas carteras colegiales, hasta vaciarlo, de tal manera que cuando llegó don Lorenzo comentamos que solo habían traído un saco, lo cual le extrañó y ahí quedó el asunto.

Pero esto es una parte de la fechoría, falta la otra, mucho más perversa.

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Naturalmente las habas habían llegado al campo de prácticas para ser plantadas en él. Así que en uno de los días inmediatos al que acabo de referir el saquito de habas, que había sobrevivido a nuestras garras, le dimos también el fin que más deseábamos todos nosotros.

Paralelamente habían traído al campo de prácticas un arado de nuevo cuño, moderno, que tenía la facultad de abrir el surco en la tierra al tiempo que iba cayendo cada equis centímetros la simiente. Pero como la modernidad no había generado todavía aquel arado que además de abrir el surco lo tapase, una vez caída, en este caso, la haba, debía, claro está, ser tapada por alguien,... en este caso por nosotros, el alumnado de cuarto, que seguíamos atentos el curso de la siembra.

Ciertamente que tapamos el surco… pero después de quitar la haba recién depositada en él.

Recuerdo todavía, un mes más tarde, la faz de don Lorenzo, oteando apesadumbrado, incrédulo, el casi desértico campo de habas… Brotaba una por ahí, otra por acá y otra acullá… porque alguna habíamos abandonado en el surco.

- Falla el abono don Lorenzo- le decía uno de nosotros.

- Esta tierra no es adecuada- manifestaba otro.

-No ha llovido- expresaba otro moscardón.

Don Lorenzo era tan bueno que no podía pensar que nosotros fuéramos tan malos.