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Llevo días releyendo sobre las nuevas y viejas pandemias, patógenos de antes y de ahora, coronavirus y demás familia. Aquellos dramas del medievo, que sobre todo, asolaron Europa: La peste negra, la lepra, todas esas calamidades con demostrada capacidad a la hora de ocasionar verdaderos estragos, dejando poblaciones enteras reducidas a unos pocos vecinos. No tenían ningún fármaco que aliviase tanta desgracia colectiva. Como antes se viajaba poco y aún cuando se hacía era con mucha lentitud solo a bordo de barcos de vela y el rocín quien lo tuviera, siempre con la compañía de la paciencia, las prisas eran un fenómeno que estaba por venir. No es cómo ahora, que de un día para otro, somos capaces de llevar la covid-19 del extremo de un continente al extremo de otro, pero aun viajando menos y sobre todo infinitamente más despacio, si un virus es letal y muy volátil, hemos sido capaces de contaminar el mundo.

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El caso de la mal llamada gripe española es una de las pandemias más letales que el mundo ha padecido, vaya por delante que la gripe española no era española, y sabemos que tampoco era francesa ni de la India. Los primeros contagios están fechados en un destacamento militar de EE.UU., su violencia fue tal, que ocasionó 50 millones de muertos, algunos apuntan que 40, lo que tampoco son pocos precisamente, pero lo que más me llama la atención de la llamada gripe española es que apareciera sin saber ni cómo y el por qué, y de la noche a la mañana, desapareció tan misteriosamente como había aparecido y, afortunadamente hasta hoy, se puede afirmar que nunca más se supo. Por eso no me parece ningún disparate, decir que la covid-19 podría hacer lo mismo, que un buen día desapareciera sin más. Si tal cosa pasara, de nada habría servido cuadricular playas para que por ley nos dejen bañarnos a unos pocos, una cosa como el número que hay que sacar en la pescadería esperando a que nos toque. Imagínense la escena en una playa, con un cartel luminoso como el de la pescadería, en Cala Blanca, Santandria, Son Saura, etc.
Llegar y sacar el número y ponernos a la cola hasta ver el mismo en el luminoso, y oír una voz que diga: «el número 64 puede pasar a nadar durante 20 minutos, luego podrá estar en la cuadrícula 15 minutos tomando el sol que le corresponda y luego ya se tendrá que vestir para ir a su casa». No lo veo, mejor dicho, es que no lo quiero ver, o cómo me pasó a mí justo ayer, que fui a una de esas grandes superficies donde venden todo lo que usted se pueda imaginar sobre jardinería y huerta.

Quería para fumigar un par de parras y para el pulgón de unos rosales, para un granado y un par de guindos. Al entrar me rociaron manos y zapatos, siguiendo una flecha avancé 4 m y un estop me mandó que me detuviera; a los 10 minutos apareció una señorita que me dijo que no podía pasar y que ahora mismo le mando un operario. Esperé unos 10 minutos hasta que apareció otra señorita, le dije lo que quería, me dijo que iba a por ello y me lo traería. Otros 10 minutos de espera y de lo que me trajo solo una cosa me servía. Ojalá que el puñetero bicho se vaya por donde ha venido, y que las cosas vuelvan a ser como eran antes, porque cómo nos lo están montando ni se puede vender ni se puede comprar.