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Se dan innumerables diferencias entre nosotros. Nos desemparejan traumas, complejos, catástrofes, heridas, siniestros, ruinas, líos, etc. También nos distancia el carácter irritable, quisquilloso, tranquilo, timorato, equitativo o vehemente que indistintamente poseemos. Las mentalidades que comporta vivir en épocas tan distintas como la prehistoria, la edad media o la actualidad pueden originar seres tan desiguales como lo son el blanco y el negro. El contraste en la cultura, el intelecto, las experiencias o el patrimonio entre unos y otros es también descomunal. En fin, podríamos continuar reflejando nuestras diferencias -y no menores- hasta completar al menos mil folios.

Sin embargo la normativa universal del bien y el mal o del bien hacer y el mal hacer no varía según el hándicap de la persona. Es la misma para todos y nadie queda exento de su cumplimiento. Pero, ¿cómo es posible tan insólita regla con la desigualdad imperante entre nosotros? Debe haber un baremo que equipare a la humanidad, de lo contrario Dios caería en la imperfección, la base de datos del Universo dispondrá a buen seguro de un juego de personalizaciones en su dispositivo. No se pueden, verdad, dar prebendas a unos o a otros, todos debemos iniciar igualados en este correteo de fondo que es la existencia.

Cabe pues preguntarse, ¿qué vara utiliza Dios para enjuiciarnos?...Bueno, Dios no nos juzga, es demasiado grande para considerar nuestras correrías como bien/mal argumenta Espinoza y la terna de filósofos que pontifican, estar Dios en otra dimensión. El error, el desliz, la falta de perspicacia de estos pensadores, reside en que todo está mecanizado, automatizado, desde el origen, por Él, de un modo genial, prodigioso, como no podía ser de otro modo, visto como actúan el cuerpo, la mente, los astros, etc.

Dios concibió que nos juzgáramos nosotros mismos, sí, que nosotros mismos fuéramos los jueces, pero sin medirnos con nuestra propia vara, sino con la que empleamos para medir la conducta de nuestros hijos –que es la anhelada al fin y al cabo subliminalmente por nosotros-, una vara que mide de ordinario los actos con dispositivos universales,… no sólo terrenales. Porque el esquema formativo en este mundo está graduado según el universal. Si siguiéramos a pie enjuto los consejos que damos a los hijos nos trasladaríamos indefectiblemente al féretro con la ejemplaridad de las personas de postín.

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Porque nuestras acciones pueden ser terrenales o universales y aunque deseamos empecinadamente prosperar en cuanto a las físicas, las económicas y las honoríficas, por estar a flor de piel, anhelamos las espirituales como lo demuestran los aleccionamientos a nuestros hijos.

Debemos acatar sentimientos menos vehementes y epidérmicos que los propiamente terrenales, debemos universalizarnos, para no permanecer en la Tierra, incluso después de la muerte… como dice al respecto Platón, el personaje más preclaro y notable, según la historia, que ha existido, quien argumentó que en el caso de ser nuestras acciones sólo terrenales, el espíritu de la persona cuando fenece se queda en la tierra: el cuerpo en el cementerio y el espíritu en el cuerpo de un animal... Sí, sí, en el cuerpo de un animal. El que ha sido un perro será un perro, el que ha sido un águila será un águila, el que ha sido un pavo real será un pavo real, el que ha sido un lagarto será un lagarto, etc. y aunque yo disiento, no dejo de reconocer que es lo más atinado que he leído o he escuchado, en cuanto a una hipotética degradación humana.

Debía rematar el texto detallándoles cómo actúa nuestro mecanismo, como actúa nuestra simpar individualidad, a la hora de auto juzgarnos, pero no hay espacio, se terminó el folio.

El próximo Primer lunes de mes se lo cuento.