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Hasta ahora ha existido una excesiva flexibilidad en el control del cumplimiento de ciertas medidas de prevención de la covid-19, como las distancias entre personas y grupos, y ahora se irá al máximo, la obligatoriedad en la calle de la mascarilla, para lograr un mínimo: el respeto por los demás. El Govern ha relajado la norma inicial, porque no hay que engañarse, quién se va a dar un paseo bajo un sol de justicia por un camino en Menorca, con la boca tapada, cuando un corredor te puede adelantar sudando y exhalando libremente, para eso es mejor quedarse en casa. Estamos en pleno experimento social de comprobar hasta dónde llega la paciencia, la obediencia, o la sumisión según se mire, sacrificando libertades individuales por un bien que consideramos mayor, la salud.

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El temor a la pandemia está provocando situaciones peligrosas, es el caso de las elecciones celebradas en Galicia y País Vasco, donde a casi 500 personas entre ambas comunidades no se les ha permitido acudir a las urnas por ser positivos activos de covid-19, es decir, que pueden contagiar. Han visto cómo se recortaba un derecho fundamental, base del sistema democrático, con el que ejercemos la libertad de designar a quienes nos gobiernan (o esa es al menos nuestra ilusión) y nadie ha chistado. Es más, desde los respectivos gobiernos autonómicos lanzaron la advertencia de que los contagiados cometerían un delito contra la salud pública si se les ocurría acercarse a un colegio o una mesa electoral. Y esto ha sido así sin alternativa que se conozca. La junta electoral central ha respaldado la medida con el fin de «salvaguardar vidas» y evitar la propagación del coronavirus, pero las dudas jurídicas son evidentes y ya han saltado, poniendo en entredicho unos comicios en los que enfermos de covid-19, cual apestados del siglo XXI, no pueden votar.

La crisis sanitaria está pasando como una apisonadora por derechos y sin contestación alguna, con peligro de que la cuerda se tense demasiado.