TW

Durante los primeros añitos el infante no dispone de consciencia para decantarse por el bien o el mal, actúa, poco menos, como un pulcro animalito, en consecuencia hasta la mayoría de edad los progenitores se ocuparán de modelarlo con su credo y el suyo, devendrá de alguna manera subrogado. La banda paternal formará una trenza con la del virtual, sutil y apenas inteligible espíritu y con la banda de interrogantes, complicaciones y contrariedades, originada por las circunstancias, a medida que se interna en la vida, hasta que muchos años después la trenza se desliará por sí misma, convirtiéndose al fin en una persona, además de madura, singular.

Este vasto tramo de la existencia lo fraccionó Kierkegaard en las archiconocidas fases estética y ética que en términos populares equivaldría a la juventud y a la adultez, fases, diríamos, con licencia universal para poner en orden los negocios terrenales. Parodiando la célebre frase «Juventud, divino tesoro», podríamos argumentar que el Banco de la Vida nos presta dinero para ordenar nuestros asuntos, algunos de ellos apenas entendibles, sostenidos por la duda, impuesta por una voluntad desconocida, supuestamente, de todos modos, descodificables.

Cuando hemos sobrepasado estos dos tramos, ya en la senectud, solucionados los interrogantes que ocupaban nuestra atención, si los débitos universales han superado los ingresos terrenales el Banco de la Vida ya no concede prórrogas y nos insta a cancelar la deuda. Debemos, en suma, regularizar el descubierto. Un ejemplo tangible: si antes fomentábamos la intemperancia alimenticia, ahora debemos reducir la dieta, por la sencilla razón -como era previsible- de que el cuerpo con los años ya no asume como antes la desproporcionalidad nutritiva. Pues el maltrecho espíritu también exige una reparación, una retribución, por paralelas cuestiones. Es el inicio de la tercera fase de la existencia, denominada por el filósofo danés como religiosa.

Nuestro formato ideal –lo mejor de nosotros mismos en conceptos universales- sube un día las escalerillas del subconsciente y llama a la puerta para persuadirnos. Solemos abrir y escuchamos. Conversamos los dos, el ideal y su sombra, erguidos, en el vano de nuestro ,lar,...negociando la devolución de la cifra derrochada. Sobreviene un día cualquiera acometer lo que debemos, no lo que queremos o lo que podemos, habituales hasta la fecha en nuestra normativa. Y lo anhelamos nosotros. Nadie más. Ni los progenitores ni la sociedad ni la Iglesia intervienen. Solo nosotros. Tanto un creyente, un agnóstico como un ateo. Es la religión natural. Religamos este mundo con otro al subir en definitiva al consciente el deber ineludible –eludible- de poner la cuenta bancaria de nuestro sentimiento en positivo.

Noticias relacionadas

Escribí en el artículo del mes anterior que seremos jueces de nuestros actos, no Dios. Y agrego que el juicio comienza, aquí, cuando detectamos que el deber es superior al placer o al arraigo del egoísmo, de la insolidaridad, del materialismo, de la ingratitud, de la salacidad, etc. y debemos abonar la deuda.

Claro que, aproximadamente un treinta y cinco por ciento de las personas se niegan a cancelarla. Alegan que los conceptos universales son apócrifos, que solo se contabilizan los terrenales, es más, que no se contabiliza nada de nada. Se basan en la inverosimilitud de una hipotética supervivencia después de la muerte, cuando todo cuanto nos rodea es inverosímil: un cuerpo, un cerebro, un animal, una planta, un planeta, el Universo, etc., …

Ellos se niegan a pensar, a ahondar, les horrorizan los pensamientos verticales, quieren ganar un juicio sin reflexionar. El consciente es solo la punta del iceberg de la persona. Lo saben. Saben que en el juicio atestiguan también el subconsciente, el inconsciente, el espíritu, el sentimiento, el cuerpo, en suma la totalidad del alma, que está en desacuerdo con sus irreflexiones y sin embargo yacen, horizontales, en un colchón, donde sólo un faquir puede descansar.

El juicio concluirá el tercer día más importante de nuestra vida.