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Señor presidente del Gobierno. Escuché de fondo su intervención y espero que sepa perdonarme una falta de atención expresa. Los telediarios y los medios nacionales me pusieron al día, mientras mi mujer me alertaba del bronceado que lucía al volver a casa veraneado a costa del patrimonio del Estado.

No le reprocho ni Doñana ni el Falcon, es justa compensación a la dura responsabilidad del Gobierno. Si otros tuvieron reparo en abusar de los medios que el Estado pone a su alcance, allá ellos. Sin apariencias, un presidente lo es menos, claro que sí.

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Justo el día antes, un amigo me envió la comparecencia televisiva de Angela Merkel, la salvadora de usted, presidente, en la cumbre de Bruselas que le permitió regresar a casa con unos millones y recibir en el Congreso la ovación de los suyos al igual que los coreanos comunistas aplauden a Kim Jong Un. Perdone la comparación, resulta insultante, pero me pareció que fomenta su liderazgo sobre la aclamación y la adhesión inquebrantable, términos propios de aquel chiquitín que atemorizó a este país y usted sacó en volandas de su descanso eterno.

La canciller alemana se dirige a su país en una alocución de 5’13’’. Empecé a escucharla y me quedé enganchado a sus palabras, subtituladas, durante todo el tiempo. Me convenció el fondo y el tono. Habla con serenidad, sin la sensación de que no hay nadie más que ella, sin represiones ni amenazas, sin descargar culpa en otros. Estaba amparada por la credibilidad y el liderazgo, por el prestigio de alguien que no ha forjado su trayectoria desde la trola.

A usted, señor presidente, le oí polemizar al final con los periodistas que le hicieron alguna pregunta y esquivar todo lo referido a Podemos. En las comparecencias, debería saberlo, las preguntas son prescincibles, sobre todo si prefiere enfrascarse redundante en su discurso y no contesta.