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Tengo instalada en mi teléfono móvil la aplicación Radar Covid. Me la descargué obedientemente el mismo día que se anunció que se activaba en Balears y las autoridades sanitarias pidieron una descarga masiva, para así ayudar al rastreo y control de la enfermedad. Desde entonces y hasta la fecha su mensaje ha sido tranquilizador: «Exposición baja. Te informaremos en el caso de un posible contacto de riesgo».

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Pero mi paz se rompió en el momento en que una muchacha positiva narró sus peripecias en Twitter y se quejó de que nadie le había facilitado, durante su recorrido de pruebas y serologías, ningún código de diagnóstico para insertar en su teléfono. Porque la aplicación funciona primero si todo el mundo se la descarga; segundo si se activa el bluetooth para que se conecte con los móviles de alrededor y detecte la amenaza; y por último y lo más importante, si el contagiado tiene a bien comunicar su positivo ­–nos aseguran que con el debido anonimato, protección de datos, respeto a la intimidad…–, introduciendo ese código que debe proporcionarle su rastreador de cabecera, el que se dedica al seguimiento de su salud y de sus movimientos.

Si no se inserta ese código, porque no se dispone de él o porque a la persona en cuestión no le da la gana, toda la cadena de información se va al garete. Al margen de pros y contras tecnológicos sobre la app desarrollada por el Gobierno, lo cierto es que es una herramienta que muchos no usarán, por insolidaridad, por recelo o por miedo. Quizás por eso Salud ha optado por el método más tradicional de pasar la lista de las personas que deben guardar cuarentena o aislamiento obligatorios a la policía. El sindicato SUP duda de la constitucionalidad de esa resolución y además, la cuarentena forzosa requerirá la autorización de un juez. La tecnología es fundamental, pero un control eficaz siempre acabará dependiendo de la responsabilidad y voluntad de cada individuo.