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Te remiten una foto que ilumina tu día. En ella, dos hermanos –niño y niña-, nacidos en un breve espacio temporal, familiares tuyos, se despiden con ternura a las puertas del colegio. Él –lo conoces bien- probablemente la habrá tranquilizado. Sabes de su inexplicable madurez precoz y de su sensibilidad. Y, aunque sonríen con vivarachos ojos, tendrán tal vez miedo por lo que acaece y por lo oído. Ante esta imagen hecha de inocencia sientes, de pronto, miedo, porque quisieras salvaguardarlos de los aspectos más sórdidos de la vida por vivir. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo vacunarles contra las epidemias morales y sociales? ¿Para cuándo, para estas, una vacuna? ¿Cómo sajarles el temor que, acaso, ahora les invade? ¿Cómo prepararles para su devenir?

Para empezar, y aunque fuera prematuro, les colarías en sus pequeñas mochilas un aserto de Óscar Wilde, ese que, tonto, no supiste aplicarte: «Me he pasado la vida preocupado por cosas que no han llegado a pasar». O ese otro, cuando el mal les acaricie: «Olvida lo que sientes de negativo y recuerda lo que vales»… O… Acabarías –lo sabes- con la gran verdad del carpe diem, un carpe diem apostillado: «disfruta del momento sin hacerte daño y sin dañar a nadie»… Ojalá, en un futuro, estés ahí para recitarles esas oraciones metidas a proverbios… Y, entonces, si la vida es generosa en tu tiempo, les añadirás que nunca hagan caso de los consejos opuestos, los malintencionados. Que, aunque, por ejemplo, sea cierto que los cabrones permanentemente consiguen lo que quieren y los buenos, no, ellos deben optar por lo segundo, al constituir la rectitud el único camino hacia la dicha plena…
Han tenido ambos un buen comienzo en su andadura. Sus padres fueron esculpidos de bonhomía y algodón y la educación que reciben en valores –te consta- es excelsa. No es mal principio ese, no…

Ojalá –has de repetir el término- guarden esas virtudes en lo más recóndito de sus corazones, ocupando estas íntegramente la superficie de sus almas. Porque el mundo urge de personas decentes, en el sentido literal de la palabra… Ojalá, sí, tengan, por ejemplo, a magníficos profesores y maestros (frecuentemente incomprendidos y maltratados) que hayan hecho de oficio, vocación y que son auténtica legión; los mismos que ejercen paternidades secundarias, pero importantes, repletas de entrega y generosidad… Y, que en cambio, no caigan en manos de quienes –afortunadamente son los menos- confundieron magisterio con funcionariado y con un tocarse los cataplines a perpetuidad…

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Ojalá, creyentes o no, conozcan los principios evangélicos, los que, sin duda, de aplicarse, salvarían a este jodido mundo. Ojalá se decantaran por lo pobres –lo harán-, por los débiles, por los invisibles, por los mundanalmente no relevantes, por… Y en estas siguieran hasta la hora del, en términos machadianos, último viaje…

Ojalá hallaran a políticos honrados, exentos de egocentrismos, con ideales, con moral; políticos que escucharan el susurro, en ocasiones a voces, de la conciencia y no el tintineo de una caja registradora o el movimiento de una poltrona pasajera. Dirigentes que no mintieran. Que supieran dimitir, si las circunstancias así lo aconsejaran. Dignatarios que fueran capaces de aceptar un cargo únicamente en el caso de estar preparados para su ejercicio. Que renunciaran a prebendas y privilegios. Que…

Y ojalá pudieran, a la postre, moverse en una sociedad repleta de hombres y mujeres de buena fe, reacios a la falacia, a la crítica, a la calumnia, a las pequeñas infamias vuestras de cada día. Porque –lo sabes- no hay pecado pequeño…

Es este tu sueño ante esa fotografía. Todo esto les dirías en esa primera jornada de clase en la que los hermanos se abrazan con una pureza que conmueve. Todo esto les meterías en sus mochilas, sí. Y añadirías: ¡Qué la vida os trate bien, porque os lo merecéis! Que, en vuestra insoslayable ancianidad, otra fotografía, que tú ya no verás, os veáis lógicamente envejecidos, pero con la misma mirada de ahora, la de la más conmovedora pureza…