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Sí, la nueva covid-19 hace distinciones por clase social, y no, no depende de estereotipos asignados a un determinado colectivo. Varios hechos así lo constatan y algunos son consecuencia de lo que se está viviendo en otras comunidades y países y a nuestra condición de destino turístico, ahora más bien, territorio refugio, donde alejarse de esta peste del siglo XXI.

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Desde el minuto cero de la pandemia, durante el estado de alarma, gracias a las redes sociales y al exhibicionismo reinante –hay quien, por decoro, debería abstenerse de explicar lo mal que lo pasa sin salir de su amplio salón con chimenea–, pudimos comprobar que el confinamiento no se vivía igual en una casa con jardín, piscina, bodeguita y biblioteca que en un piso de 60 metros cuadrados en un barrio superpoblado de una ciudad cualquiera, compartiendo alquiler y cuarto de baño. Con los confinamientos parciales se ve bien que el coronavirus respeta menos a los pobres hacinados. En el tráfico aéreo se constató que los más pudientes huyen de la clase turista, volando más en jets privados en paralelo a una caída histórica de la aviación comercial. El tráfico de aviones particulares en la Isla subió un 29 por ciento este verano. En la sanidad privada algunas clínicas cobran 140 euros por una PCR, para el que quiera y pueda saltarse la espera de la cita en la pública; y en el sector inmobiliario aumentan las ventas de casas de lujo en las que atrincherarse ante un posible nuevo encierro general. Operaciones multimillonarias, con cifras que cuestan imaginar al común de los mortales. Pero justamente es esa condición mortal -eso sí que iguala-, la que está haciendo aflorar como nunca el dinero que hay, que es mucho, como bien dicen algunos agentes del sector, entre españoles, franceses, andorranos, el último mercado en sumarse. Son diferencias que ya existían, pero que se camuflaban bien con nuestras vacaciones low-cost y la cervecita en una terraza. Ahora el virus muestra una brecha enorme y peligrosa, con el otoño caliente que se avecina.