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Comentaba el otro día un buen amigo de aquellos tiempos pretéritos en los que el futuro era una incógnita, cuando casi todo estaba por descubrir y había necesidad imperiosa de experimentar, algo que es desgarradoramente cierto. En aquella época de finales de los 70 y principios de los 80 el raro, el friki, el extravagante era aquel o aquellos que se reunían con discreción, semiocultos en algún lugar recóndito para liarse un porro, un canuto, en la terminología más coloquial.

Hoy, me decía el compañero, el rarito es el que no fuma los cigarros de marihuana ni consume las pastillas sintéticas de dudosa procedencia que circulan por doquier en las zonas de ocio en busca de otra diversión muy mal entendida. Si la mayoría lo hace, salirse del círculo y mantener un criterio fijo cuando la personalidad aún no está formada, no es nada sencillo.

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La triste realidad, más preocupante si cabe a partir de los últimos acontecimientos, la ponían sobre la mesa fuentes de la Policía Nacional en el reportaje sobre las últimas operaciones contra el tráfico y el cultivo de marihuana realizadas por los agentes este verano. El consumo ha crecido en la Isla hasta el punto que se está haciendo habitual descubrirlo sin recato en plena vía pública. Ese crecimiento del consumo va ligado al del cultivo por los pingües beneficios que pueden reportarle a los poseedores de las plantas considerando que el gramo, en la Isla, se comercializa a 5 o 6 euros y que cada planta puede pesar medio kilo.

Es el inicio habitual que han tenido todas y cada una de las personas que de la marihuana han pasado a las drogas duras o incluso aquellas que se han quedado enganchadas a la hierba hasta sufrir enfermedades mentales que les han podido conducir a la tragedia. Conocemos más de un ejemplo relativamente reciente en Menorca que debería bastar para respaldar a los que reciben cuidado y educación precisas para no caer en el peligro que les acecha.