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Tienes, por costumbre, contrastar noticias, especialmente las que, sin rigor conceptual ni formal, malintencionadas, te llegan a través de Internet. El emisor, desconocido, y situado, por lo general, en uno de los dos polos ideológicos, te toma por imbécil, como un ser incapaz de ejercer el más nimio de los análisis y pretende, consecuentemente, ‘llevarte al huerto’ de su credo indiscutible. El anonimato le favorece. Podrías poner infinidad de ejemplos, desde los más sofisticados, hasta los más cutres, como el de aquel que te informaba de que la covid era la encarnación polarizada del mismísimo Satanás…

Sin embargo, informaciones totalmente fiables y procedentes de ámbitos científicos y económicos rigurosos, coinciden en que la pandemia (y más conociendo la irresponsabilidad de algunos) convivirá con vosotros unos años y que las consecuencias económicas serán graves. Teniendo en cuenta –y ya refiriéndote a tu país- la ‘calidad’ entrecomillada de vuestra clase política actual, te preguntas, ante lo dicho, qué hacer...

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Y en esas estabas un sábado por la tarde, a duras penas soleado, moralmente resacoso tras el diario tormento del informativo de las tres; preocupado, no por ti – el peix està ja més o menys venut- sino por las generaciones futuras, cuando te acordaste de aquella mujer de la que, pese a admirada, jamás llegaste a saber su nombre, pero no así de su discreta vida ejemplar y ejemplarizante. Era extremadamente pobre –en su sentido literal-. Viuda. Con dos hijos muertos a destiempo. Vestía con ropajes que vociferaban el inexorable paso del tiempo. Pero exhibidos con una dignidad que, a ciencia cierta, no sabías de dónde provenía. Probablemente de la bonhomía que, inseparable, la acompañaba siempre. Entraba, silenciosa, en la parroquia y, discretamente, depositaba en la cesta de recogida de alimentos, algún que otro producto que, probablemente, ya bien hubiera querido para ella misma. Su generosidad era de la buena, en tanto que daba no de lo que no necesitaba, sino de lo que incluso le urgía. Tal vez había aprendido, a golpes de vida desatenta, aquella celebérrima frase según la cual la generosidad era la virtud que impedía que las cosas se adueñaran de las vidas. Posiblemente sin conocerlas, había hecho suyas las palabras de Nelson Mandela: «Superar la pobreza no es un gesto de caridad. Es un acto de justicia. Es la protección de un derecho fundamental, el derecho a la dignidad y a la vida decente». Un día la mujer os dejó –como, más o menos, acaba haciendo todo hijo de vecino-, pero su solidaridad callada te ha acompañado y servido, permanentemente, de referente. Su funeral fue discreto, al igual que su escuálida esquela, esa que pasó, de seguro, inadvertida. Pero su caridad exhibida, sin querer, en el acto descrito y en tantos otros, permanece, hoy, en ti…

Existen infinidad de estudios -entre los que destaca el de Paul Piff para la Universidad de California en Berkeley: «How the rich are different from the poor»- en los que se demuestra que las clases menos favorecidas son muchísimo más generosas que las adineradas. Descartados, pues, los políticos, los ricos del mundo, los poderes fácticos y un largo etcétera, únicamente os queda, para enfrentaros a lo que se avecina, la solidaridad individual, la de cada uno, la de esa anciana innominada. Porque andamos intentando sobrevivir en la misma balsa de la medusa. Y eso pasa –tiene que pasar- por un cierto heroísmo: por el de compartir, aunque las estemos pasando canutas; por el de dar esa difícil propinilla que, sumada a otras, dé un respiro a alguien; por el de comprar en los pequeños comercios desahuciados; por el de preocuparse por el vecino del 2º B y por el de, también, reprimir el odio que provoca la escasa ejemplaridad de vuestros dirigentes y de su pandilla de sinvergüenzas. Vais a salvaros. No lo dudéis. Pero eso dependerá de vosotros, de la suma de personas parecidas a esa mujer sin nombre que, no obstante, con hechos y no palabras, te enseñó, sin pretenderlo, a ser un poco mejor… ¿Se apuntan?