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Hasta los más contrarios a la monarquía parlamentaria han reconocido en algún momento de su reinado el ejercicio fundamental de Juan Carlos I para capitanear la transición y destruir el franquismo desde el propio franquismo tras la muerte del dictador. No es extraño que llegara a acuñarse aquello de «no soy monárquico, pero sí juancarlista», en justo reconocimiento a la persona y su labor como jefe del Estado.

Las historia recogerá el papel fundamental del monarca emérito para consolidar al país como un estado democrático moderno hasta otorgarle un periodo de estabilidad del que había carecido en tiempos pretéritos.

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Es inútil discutir ese legado que merece reconocimiento, pero ese tributo no le inmuniza contra los delitos presuntos que haya cometido durante o después de su reinado. Es difícil separar lo positivo de la negativo, aunque debería hacerse a partir de la realidad que vivimos.

Esa misma realidad denuncia que el rey ha admitido el fraude a Hacienda con una declaración tributaria voluntaria, por un importe de 678.393 euros. Este pago precipitado le permitirá eludir, probablemente, el inicio de un procedimiento penal en su contra, pero trae implícita la admisión de un delito vergonzoso. Si hasta ahora sus defensores podían acogerse a la presunción de inocencia, el paso que ha dado Juan Carlos no hace otra cosa que reconocer una práctica que puede tener más recorrido en su pasado aunque no haya sido investigada, y supone ya de manera irrefutable una culpabilidad moral que le va a pesar mientras viva pese a que acabe eludiendo el peso de la justicia.

Curiosa y lamentable manera la que ha tenido el rey campechano de socavar su propio legado. Aunque todos debamos elogiar su liderazgo hacia las libertades, su hoja de servicios se verá siempre ensuciada por las prácticas corruptas. Otro más pero este era, decían, el ‘primero’ de los españoles. Menudo ejemplo.