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Qué bonita es la primera mitad de la mañana cada 22 de diciembre. El rato entre que nos levantamos y termina el sorteo de la Lotería de Navidad. Ese breve pero intenso espacio de tiempo en el que nos imaginamos que este año sí, que esta es la de verdad, la que toca, y nos ventilamos de un plumazo la hipoteca, el crédito, ‘los agujeritos’ y planeamos la escapada al Caribe. Qué rato más agradable pasamos imaginándolo. Luego la muchacha o el muchacho imberbe de turno se desgañita cantando un número que ni por asombro se parece el nuestro.

Este año me duele especialmente porque el Gordo de Navidad se me ha escapado por un número y eso es lo que más duele. La suerte cayó en el 72.897, y yo tenía el 69.210. Ya ves, por un número. Llego a tener el primero en lugar del segundo, no habría escrito este artículo porque seguramente estaría tapando agujeritos, o algo similar.

Cada 22 de diciembre bromeamos con aquello de que «al menos tenemos salud», un premio especial que ha cobrado mucho valor en este 2020 para olvidar y donde más de 50.000 personas no tuvieron ni siquiera salud, cayendo en manos de la covid.

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Cada año que pasa tengo más claro que la ilusión es una fuerza sobrehumana que habita en nosotros y que restringimos más de lo que deberíamos. Qué bien nos iría esa ilusión con la que nos despertamos muchos el día del sorteo para afrontar un examen, una ruptura sentimental, un problema en el trabajo o un contra tiempo en la salud. Ese chorro de energía y de optimismo que desbordamos mientras nos imaginamos tapados de dinero, agraciados y bañándonos en champagne mientras los reporteros de la televisión nos preguntan que cómo nos sentimos, por si acaso no basta con la performance etilicofestiva y estamos «¡Oh míseros de nosotros!» hechos un incomprensible mar de lágrimas y tristeza por dentro.

El dinero no da la felicidad, pero tampoco no he visto a mucha gente triste con 100 millones de euros en la cuenta. La felicidad te la da la salud, el amor y la amistad, totalmente de acuerdo, pero a nadie le hace daño un dulce en forma de 100.000 euros, ¿o no?

Yo tengo asumido que nunca me va a tocar y que lo más cerca que voy a estar de que me toque el gordo será bailando con Papa Noel en alguna cena de empresa. Pero a pesar de que es prácticamente imposible, no pierdo la oportunidad de ilusionarme. No porque vaya a ganar, sino porque durante un rato, al menos esa primera mitad de la mañana del 22 de diciembre, no tengo preocupación alguna.

Y eso precisamente, lo de vivir sin ninguna preocupación, es una de las sensaciones más parecidas que hay a la felicidad.