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Soy fan del rey Baltasar, el más exótico y elegante, es mi rey mago, aunque siempre sospeché que aquellos ojos por debajo del turbante y aquellas manos que lanzaban caramelos podían ser de un caucásico del pueblo. No dije nada para no quitarles la ilusión a mis padres y porque yo misma esa noche del 5 de enero estaba hecha un manojo de nervios, en una nube de sueños, oía pasos por el pasillo e imaginaba huellas de sedientos camellos que subían no sé cómo hasta nuestro tercer piso. Ahora mi rey, que ya tiene bastante con competir con Santas y Papás Noel de centros comerciales, ocupa espacio informativo porque va maquillado y eso dicen algunos colectivos que es racista.

Nadie puede ponerse en la piel del otro al cien por ciento ni sentir lo que siente. Admito que muchas de nuestras actitudes y expresiones las tenemos tan interiorizadas que subyacen por ejemplo en nuestro lenguaje muchas connotaciones discriminatorias, y eso es reprobable.

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Dicho esto, la polémica que se ha generado en torno a las cabalgatas realizadas en los pueblos de Menorca y el rey Baltasar pintado me parece exagerada. Afirmar que voluntarios –no lo olvidemos–, que se enfundan un disfraz para representar la llegada de los Magos y mantener así la ilusión son una pandilla de «supremacistas blancos, racistas y xenófobos» es ir muy lejos.

No creo que les moviera la «burla racial» para apuntarse a la cabalgata, que por otro lado, es la única fecha de tradición católica que nos queda en el calendario inclusivo de Maó, que para integrar culturas desintegró de golpe a la mayoría de sus ciudadanos. Parece un complot, espero y deseo que no desaparezcan las cabalgatas por falta de voluntarios apropiados. Pero además es que el debate en la calle sobre el blackfacing de Baltasar es inexistente. La gente está a otras cosas: a los ERTE que acaban el día 31, al recibo de la luz que vuelve a subir, a las vacunas de la covid, a pelearse con la web del SEPE, a esperar que el turismo llegue y a resistir como sea este 2021.