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La oferta cinematográfica en Menorca es un páramo desierto. Si antes ya sufríamos las limitaciones propias de la periferia de una provincia insular, con escasa oferta en versión original o películas menos taquilleras que duraban poco en cartelera por poner dos ejemplos, ahora ya no queda nada del cine comercial. Se ha ido una de las pocas ofertas de ocio que nos quedaba, donde pasar tardes de domingo o, en las fechas de vacaciones escolares que acaban de quedar atrás, compartir en familia o con amigos una sesión de pantalla grande y palomitas que no sean las del microondas.

Porque acudir al cine es algo más que ver el último estreno, es un acto social, es el antes y el después, el coloquio de andar por casa sobre la peli en cuestión, compartir con un montón de extraños cuando se apagan las luces las emociones que transmiten esas historias que narra el proyector. Muchos recuerdos vagan por esas salas que ahora, con las limitaciones impuestas por la pandemia, se ven abocadas al cierre.

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Como tantos otros sectores, el cinematográfico –incluidas las producciones–, ha sido tremendamente azotado por esta crisis, ha habido una sangría de salas que han dejado de funcionar no solo en Menorca, también en medianas y grandes ciudades.
La empresa Cinemes Canal Salat entraba esta semana en concurso de acreedores, después de haber renunciado ya a su último año de concesión; de Ocimax en Maó no tenemos noticia, dependía su reapertura de los resultados en Eivissa y ahora mismo allí siguen cerradas, solo una sala del grupo funciona en Palma.

El Ayuntamiento de Ciutadella estudiaba fórmulas para adquirir parte del equipamiento de las salas de Canal Salat, ahora a la venta, para retomar la exhibición. Ante el drama del virus a muchos se les antojará trivial acordarse de la fábrica de sueños, pero creo que no podemos dejar que las luces de las salas de cine se apaguen definitivamente, que el consumo se limite únicamente a algo doméstico y más solitario.