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No están los tiempos para pasear las calles y menos aún, en algunos barrios del Madrid que a mí me gusta. La pandemia ha resultado ser el bromuro castrador, entre otras cosas del paladar que busca incansable una receta gastronómica que nos anticipe el secreto de lo que se come los domingos en el cielo. Aun así, y tras reiterados confinamientos a cuenta de la covid-19 y el personal confinamiento obligado por la cirugía que me ha dejado recluido en casa a los cuidados de María, enfermera por obligación, yo creo que por cariño, y por la necesidad de ayudarme en mi lenta recuperación. El caso es, que ya me apetecía ir por el barrio de los Austrias y por los aledaños de la calle Orense, a meterme entre pecho y espalda alguna novedad de lo que la hostelería de la pandemia nos ha dejado al alcance de paladares atrevidos. Iba yo con la ayuda de una ‘cachaba’ que en vida fue del señor padre de María, despacio, con la prudencia de quien se sabe muy mermado de estabilidad, hasta que me detuve ante un novedoso puesto de comidas peruano, que ha venido a la capital del Reino, supongo que con vocación de quedarse, o así me lo imaginé cuando vi que a pesar de la pandemia preparaban un arriesgado negocio de hostelería, mientras otros hosteleros bajaban la persiana, algunos quizá para siempre. La hora de la mañana era obligada para pedir un sánguche (bocadillo en Perú). Para mí no era sorpresivo, pues sabía lo que era un sánguche, incluso su sorprendente variedad. Me llamó la atención probar uno de lomo con patatitas fritas, con una salsa bastante picante; este sánguche no llevaba ni huevo frito ni salsa amarilla de aji y de aceituna morada. Amalgamar este bocadillo peruano puede no ser fácil para un neófito.

Enfrentándome con la boca que se me hacía agua a mi desayuno, se me pasó por la cabeza que una copa de Pingus que elabora el gran enólogo danés Peter Sisseck desde 1995, maridaría bien con mi sánguche. Llevo casi un año de retraso gastronómico, forzado quirúrgicamente, pero estoy cierto si digo que este es uno de los vinos más caros de España. ¡Hombre!, desayunar en Madrid un sánguche peruano por muy de carne de gocho que sea, no sé hasta dónde me otorgaba licencia para añorar nada más ni nada menos que una copa de Pingus. Lo mismo es que los efectos de las repetidas anestesias me ha trabucado el sentido ponderado de mi pasión gastronómica, de la que presumí siempre sabiéndola atrevida pero equilibrada. El que parecía tener mando en plaza del restaurante peruano, no sabía ni a qué me refería cuando le anuncié el capricho de una copa de Pingus. No me extraña. Cuando se lo conté a María me dijo: «hijo mío, eso va a ser que estás pasado de anestesia», que podía ser, pensaba yo.

La enología de los mejores vinos de España siempre me ha fascinado, una copa de un buen caldo, siempre tuve para mí, que guarda el secreto de la tierra y la herencia telúrica de siglos cuidando una viña, como es el caso de algún viticultor enamorado de su oficio, empeñado en sacar un vino para que Rober Parker le ponga la aureola de los cien puntos. Cosa casi imposible, porque eso significa un vino único, entre los que son por sus bondades vinos únicos.

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Por cierto, quizá los dos vinos más caros de España sean el Pingus y L’Ermita. A propósito otro vino intocable por su precio es el Petrus francés, 4.535 euros por botella, aunque el más caro del mundo sin duda, es un vino húngaro, Essencia, 39.000 euros por botella.

Para conseguir un gran vino hace falta tiempo acompañado de la vecindad de la paciencia, no atropellar el tiempo; las prisas están reñidas con los grandes vinos. Para el aficionado a la enología, déjenme decir, que el Pingus es un vino monovarietal, de uva tempranillo.

Llegado hasta aquí, debo decir que debe de tener razón María con lo de estar pasado de anestesia, porque si no ¿cómo explicar que de un humilde sánguche de carne de cerdo con una salsita, haya ido a parar al mundo más selecto y caro de los vinos? La imaginación es atrevida y a mí me basta con poquito para imaginar que aunque parezca mentira, en este mundo hay cosas que por extraño que parezca, existen, aunque yo fui feliz el otro día a las 11 de la mañana con un humilde sánguche.