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No sabes si las clases dirigentes y los poderes fácticos habrán llegado al summum de la indecencia al valorar ya al ser humano exclusivamente en términos económicos o de utilidad. La duda –y ustedes lo saben- es retórica. Así, una viuda o un pensionista carecerán de consideración por carecer de ‘rentabilidad’. Las consecuencias son obvias: a esas personas, probablemente con mayor calidad humana que la que esgrimen quienes orquestan el cotarro, serán ninguneadas y consideradas como un estorbo… No es difícil asistir, pues, a escenas que no son sino la punta del iceberg de una sociedad que, escudada en un aparente progreso, carece de la más mínima de las sensibilidades…

Como la escena que viviste en una entidad bancaria de una gran ciudad. Te precedía en la cola una anciana menuda, pulcramente vestida, educada hasta el extremo, temblorosa (quizás tuviera el don de la premonición y supiera lo que le esperaba o, tal vez, su temor fuera fruto de experiencias anteriores). Deseaba hacer un ingreso a un nieto. El empleado de turno, taciturno, abúlico, no contestó a sus «¡buenos días!» entrecortados y la remitió al cajero automático. Pero ella, de eso, no sabía porque, como diría El Nini de Delibes, «de eso no sé, eso es inventado». Molesto, el dependiente le soltó a la mujer una perorata sobre «apps», «pago vía whatsapp» y toda esa jerigonza que él, muy in, dominaba a la perfección. En sus ojos descansaba el despreció y, en los de la octogenaria, la desesperación… «¿No sería usted tan amable?». Pero no, él no iba a ser tan amable…

Llovía en el exterior. Pero llovía también dentro, en ese recinto bancario –como en tantos otros- en el que/en los que, pronto, será difícil poder hallar, probablemente, a un ser humano… Afortunadamente, la viejecita provocó la entrada en el local de algo que solía denominarse humanidad y los ahí presentes, coléricos ya, os enfrentasteis con ese cuerpo metido a decorado. Ante la presión, el ‘empleaducho’ agarró con inusitada violencia los cincuenta euros de la cliente y efectuó la operación entre susurros vergonzosos de rabia no contenida. ¿Y si en vez de cincuenta hubieran sido seiscientos mil? – te preguntas-. La mujer se despidió dándonos las gracias una y otra vez, sonrojada. A la salida, probablemente, había envejecido más, porque nada envejece más que el desamor recibido. Probablemente, el complejo de inutilidad que tal vez sintiera antes de entrar había aumentado injusta y gratuitamente gracias a ese oficinista que cree que eso de la juventud es eterno…

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Por ende, las nuevas tecnologías han contribuido a la creación de guetos, a marginar a quien de eso no sabe, a hacer de un analfabeto en tales lides, un apestado…

Leíste hace poco unas palabras (lamentas no recordar la autoría), según las cuales las palabras «útil» y «valor» no eran sinónimos. El texto venía acompañado de un ejemplo clarificador: un cepillo de dientes puede ser útil, pero carece de valor. La belleza de un paisaje, todo lo contrario… Un cajero será útil - ¿como el empleado descontento con su propia existencia?-, pero no valioso, al no aportar ni un ápice de sensibilidad…

Efectivamente, no es este -ni el mundo guiado exclusivamente por el tintineo de unas monedas- un país para viejos. Y que me perdonen los hermanos Coen por apropiarme del título de su película de 2007…

Ese día llovía -¿recuerdas?-. Puede que, cuando lea usted estas líneas, si tiene la temeridad y cortesía de hacerlo, no llueva, aunque también. Porque -temes-, a la postre, lloverá ininterrumpidamente en las sociedades en las que, en vez de honrar a sus mayores, se les abandona y ultraja… Y sí, que se abran las ventanas de las aulas, pero no únicamente para combatir el covid, sino para que por ellas, y para apoyar la tarea no reconocida de tanto buen docente, entren el aire fresco de la honradez, las humanidades, la ética, las bellas artes, los valores, la literatura, la música… Todo aquello que impida que, a la postre, acabemos siendo, final y trágicamente, un cajero con patas…