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Cerrar bares y restaurantes como medida para atajar el coronavirus ha tenido dos consecuencias funestas, la ruina y la estigmatización de la hostelería. Un auto judicial ha resuelto que el reinicio de la actividad «no es un elemento de riesgo cierto y grave para la salud pública» y permite la reapertura de los negocios que el gobierno autonómico de turno había cerrado por motivos sanitarios.

Los hosteleros lo celebran porque se les permite trabajar y ganarse la vida. Los amantes de la libertad, porque se recupera el sentido del buen Derecho, que las autoridades de turno han zarandeado cuando han notado que los ciudadanos amedrentados les pedían medidas drásticas aunque afectaran a terceros.

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Aducen ahora que han salvado vidas y olvidan cómo ha crecido el número de muertos de otras enfermedades ordinarias. Han salido algunas cifras de estas en los últimos días, pero nos hemos acostumbrado a que no tengan mucho recorrido, todo lo monopoliza la pandemia y las vacunas, que llegan a cuentagotas pero arrastran gran efecto de propaganda.

Que la pandemia es grave queda fuera de toda duda, pero que la población sea tratada como ganado menor para hacerle frente es necesariamente discutible. A finales de siglo pasado se concedió licencia para abrir un casino en Mahón y Esquerra de Menorca, el partido que engloba al partido comunista y que más superioridad moral tiene por hallarse más a la izquierda que ningún otro, se opuso fervientemente. Facilitar el juego era un riesgo para patrimonios personales, fomentaba la ludopatía. Pero a nadie se le obligaba a jugar a la ruleta o al black jack. Es posible que alguien haya fundido allí su presente y su futuro, pero la inmensa mayoría de los menorquines jamás hemos pisado la moqueta. La responsabilidad individual es un ejercicio que exige libertades públicas.