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No es motivo concluyente que las infumables letras de un rapero de pacotilla sean constitutivas de un delito que acarree el ingreso en prisión, aunque así lo contemple el Código Penal. Por muchas barbaridades que el tal Pablo Rivadulla, artísticamente denominado Pablo Hasél, cante a sus seguidores, el contenido de sus creaciones no debería implicar la cárcel. Otros delincuentes retuercen el reglamento para eludir la privación de libertad cuando sus delitos han tenido más incidencia que los de este poeta urbano célebre no por su talento musical.

Hasél ha tenido sus minutos de gloria en la tele pero ahora aparece como responsable indirecto de los destrozos causados por los vándalos que se manifiestan a su favor y al de la libertad de expresión. Avergüenza la violencia de los grupos que dicen defender esta libertad quemando motos o arrojando adoquines a la policía.

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No, no debería encerrarse a nadie por decir barbaridades tales como alentar y admirar los asesinatos de los terroristas, por ejemplo, pero la libertad de expresión también debe tener límites y consecuencias.

En todo caso el rapero catalán no solo ha ingresado en prisión para cumplir la condena de 9 meses por enaltecimiento del terrorismo e injurias a la corona en las letras de sus temas. Esa pena se elevará a más de dos años porque incluía una multa que se ha negado a pagar. Además tiene otra condena de dos años en suspenso, por hechos similares, y otra de seis meses de prisión por agredir a un periodista y rociarlo con lejía. También fue condenado por pegar a un testigo desfavorable en un juicio. Toda una reiteración de violencia que sí debe tener castigo.

Rivadulla arrastra un historial delictivo que ahora ha motivado su paso por la cárcel en la que probablemente solo hará que alimentar su odio contra el sistema que le ha juzgado y condenado por su conducta. A este hombre sería mejor llevarle a un centro apropiado en el que aprendiera educación, respeto, sentido común, y quizás algo de música.