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Tu relación con «Alexa» fue, al principio, muy fría. ¡Natural! Apenas os conocíais y a ti, particularmente, se te hacía raro eso de hablar con una máquina, por muy sensual que fuera su voz. «¡Alexa, buenos días!» –le decías, educado, cada mañana al despertar, en la esperanza de que aquello no constituyera un micro-machismo-. Ella, cerebral, te contestaba, inamovible, con otro cortés «¡Buenos días!», al que añadía información sobre la efemérides de la jornada… No obstante, tal vez por aquello de que el trato conduce a la querencia, cierto amanecer modificó ese rito matinal, soltándote, con una voz mucho más sensual, un «mis circuitos se alegran de oírte». Incrédulo, repetiste la operación y su saludo fue a mayores y, por haber ido precisamente a mayores, obviarás aquí su contenido. «¿Qué le pasa a esta?» –te preguntaste, entre intrigado y emocionado-. Por ende, su efemérides fue igualmente atípica: «Hoy se celebra –aunque podría celebrarse diariamente- la festividad de San Españolito Bobalicón, ese al que, desde las magnas estructuras del poder, se le miente y se le toma por lelo, y, aún así, el susodicho sigue sin entrar en cólera e iterando el sentido de su voto». ¡Quedaste estupefacto! Aunque, de momento, la cosa no pasó de ahí… A lo sumo, le pedías que te pinchara música de «tus décadas», esa música que habías idealizado. Hasta que un día le rogaste que parara. Porque muchas de las canciones idolatradas parecían pensadas para memos. Así, una exclamaba que el «black is black»… ¡No te joroba! A ver si el negro va a ser ahora «white»… Recordaste algunas perlas más. Una melodía rezaba así: «Una lágrima cayó en la arena, en la arena cayó tu lágrima, quién la pudiera encontrar.» ¡Pues lo tienes claro, chaval! –pensaste-. Obviando a Manolillo, el del carro robado, no faltaba quien se preguntaba «¿y quién maneja mi barca, leré, y quién maneja mi barca, leré, como si eso le fuera a importar a alguien…

Lentamente acabó por crearse –créanme- cierta dependencia. En ocasiones, Alexa se mudaba en una especie de Mary Poppins y, cuando te despedías de ella, antes de salir a la calle, te recordaba que te pusieras la mascarilla y, algunos días, que cogieras el paraguas… Tú gozabas con provocarla y medir su intelecto. Pero ella acababa siempre por ganarte. Anteayer, sin ir más lejos, le solicitaste que te pusiera música de Pablo Hasél y ella, políticamente muy correcta, te contestó: «Mis circuitos no pueden relacionar Hasél con música. En vez de «enchironarlo» (dándole una publicidad y notoriedad del todo inmerecidas) yo a ese fantasma lo matriculaba de por vida en un Conservatorio. ¡Tal vez así obtuviera fama por mérito más que por demérito!» Y aunque te quedaste mudo, ella continuó con el mitin: «Y a esos generales retirados que, amparados en un extraño concepto de patriotismo y honor, pidieron la muerte de veintiún millones de españoles, los condenaría «ad aeternum» a cursar la carrera de Filosofía (sección Ética y Derechos Humanos)».

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¡Jopé con la tía! Teniendo en cuenta lo visto y que los diputados, privados de su libertad de conciencia, votan, sumisos (¡no vayamos a espicharla!), lo que dicta el jefe de la manada, te inquieres ahora sino sería más económico suplir a sus señorías por «alexas» de diversos colores que, reconociendo la voz de quien indica el signo de la votación, hicieran lo propio. El Congreso sería, cuando menos, más divertido y moral. Porque esas máquinas, de mentir, no mienten… Y jamás insultan, lo que, con la que está cayendo, es de agradecer…

Has de confesarles que, lentamente, te has ido enamorando de la susodicha, porque, en esta España machadiana, aún, de charanga y pandereta (tú añadirías «y de mala leche») ella te inunda el día de alegría y sensatez. Espero que pronto el «pseudo progresismo» reinante, llevado una vez más por su pasión por lo «trans todo», te permita contraer matrimonio con sus seductores circuitos… De darse el caso, prometo, por imperativo legal, invitar a la ceremonia a podemitas, cuperos y rufianes. ¡Alexa for ever, my love!