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Beth es una profesora que reside en Lanesboro, una pequeña ciudad en el estado de Minnesota, a la que define como un paraíso. La estadounidense te confesó que, como en la canción, tenía su corazón partido entre esa diminuta población de unos 754 habitantes y Fornells. Vuestro último encuentro se produjo hace, aproximadamente, unos dos años…

- ¿Te acuerdas?

- Hablasteis de lo divino y de lo humano –te contestas-. Beth te comentó entonces, y entre muchas otras cosas, que, a la hora de votar, lo tenía claro. Se formulaba, llegado el caso, una pregunta muy simple: ¿Cómo estaba mi país hace unos años y cómo está en la actualidad? ¿Mejor o peor? La respuesta decidía su sufragio…

Has recordado su metodología frecuentemente, pero aún más en las últimas semanas, al ver los actos vandálicos de muchos jóvenes en Barcelona. ¿Está la urbe, hoy, peor o mejor que antaño? ¿Sigue siendo esa ciudad culta, tolerante, europea, sensata, por ti tan amada, admirada o es, por el contrario, otra, distinta y radicalmente opuesta a la que tú conociste en tus años de estudiante? ¿Sigue siendo la de las Olimpiadas? ¿O es, por el contrario, su antítesis?

De esas preguntas surgieron otras: ¿Cuántos de los jóvenes que participaron en esas manifestaciones incívicas conocían el porqué de su quejido? ¿Cuántos, por el contrario, se dejaron llevar por meras consignas impuestas? Sabes, por experiencia, que cuando tus alumnos participaban en una huelga, rara vez, al ser preguntados, estaban al corriente de la causa de su convocatoria…

Y las interrogantes siguen: ¿A qué tanta ira? ¿A qué tanta violencia? ¿A qué tanta defensa de una falsa libertad de expresión que se solicita cuando ya se está curiosamente ejerciendo?

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El chico se mira al espejo. Ha sido educado en la inmediatez. En conseguir, ¡ya!, lo anhelado… Se ve gordo. Y ese no es el modelo que le vomitan diariamente las redes sociales, los «influenciadores», los cánones establecidos (siempre formales y de posesión, pero jamás basados en valores o actos éticos. El tener y el figurar por encima del ser). El chico, amén de sentirse gordo, no puede acceder, tampoco, digamos que por razones económico/familiares, a toda esa ropa o a todos esos móviles de última generación o a todo aquello que, adquirido y recibido con premura, le muestra internet como la clave del éxito... Él nunca -lo sabe- acariciará el paraíso pintado en las redes… De ahí su galopante y estúpida desesperación…

Tal vez, si fuera capaz de grabar y colgar un vídeo impactante -se dice-. Si fuera así, quizás, sí, sería finalmente admitido en el gremio de los borregos adoctrinados y de moda… Puede -especula- que sirviera la paliza dada a un compañero de clase -hoy- y el asesinato de un indigente mañana…

En el chico nace, pues, la no aceptación de su propio yo. Como nace también su frustración, que derivará, en sutil gradación, en descontento, en rabia y, finalmente, en violencia…

A la postre, el chico gordo conseguirá su vídeo, ese en el que estará quemando un contenedor, rompiendo un escaparate o robando, simplemente, ropa. Aunque su «causa» no le dé la valentía y coherencia suficientes como para ir con la cara descubierta, los suyos estarán al cabo de la calle de que ha sido él porque, a fin de cuentas, para eso están las redes sociales…

El chaval sabrá igualmente que gozará de inmunidad, porque a la clase dirigente de turno, por ejemplo, no le interesará molestar (¡mera cuestión de votos!) a esos que organizaron el «cotarro» en el que acabó metiéndose…

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El muchacho, «realizado» ya, regresa a casa, tarde, sucio, con olor -puede- a gasolina. Sus padres están cansados. Mejor y más cómodo no preguntar. Por añadidura, últimamente, han comenzado a sentir cierto temor hacia su hijo, ese al que no le dijeron, cuando tocaba, que la bondad era lo único que importaba y salvaba y que vivir como marionetas en mundos virtuales de falsas heroicidades, conducía frecuentemente al abismo colectivo... Pero, también, al personal…