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Es del todo imposible sostener una confianza mínima en quienes adoptan decisiones trascendentes que nos competen a todos en esta histórica etapa de incertidumbre, por más que aseguren estar fundamentadas en criterios técnicos y científicos.

A nivel nacional, de la gestión de la crisis sanitaria derivada de la pandemia hay para redactar una enciclopedia desde sus mismos orígenes hasta los constantes volantazos dados por el Ejecutivo. Quien ahora se arroga el mérito de la llegada de las vacunas, el fachendoso Pedro Sánchez, es el mismo que antes permanecía sin palabras o desviaba la responsabilidad a la Unión Europea, que es la que cierra los acuerdos con las farmacéuticas.

Si algo queda meridianamente claro es que las dos únicas salidas que permiten escaparse del virus son el confinamiento duro y la vacuna, sin que se haya precisado su periodo de inmunidad. Ahora resulta, sin embargo, que no hay una postura uniforme ni nada que se le parezca con uno de los tres fármacos más extendidos.

En España una consellera de Castilla y León suspende la administración de la AstraZeneca, el Gobierno la paralizó y ahora dice que no lo vuelve a hacer pero la limita a los mayores de 60 años, y la presidenta de Madrid tantea por su cuenta la adquisición del antídoto de los rusos. Por si la controversia no fuera suficiente, varios países europeos adoptan decisiones dispares sobre el uso de esta vacuna después de que la Agencia Europea del Medicamento (EMA) haya confirmado un posible vínculo entre esta inmunización y casos de trombos.

Tanta disparidad no hace sino convertir en un caos la gestión de la vacunación, interrumpir su lento ritmo de pinchazos a riesgo de retrasar la inmunidad de grupo, cuestionar a los responsables de las decisiones, alimentar a los negacionistas e incluso meter la duda en el cuerpo a los más convencidos.