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Sonaban los inconfundibles acordes del «September», de Earth, Wind and Fire, entre finales de los 70 y principios de los 80 y la pista de la discoteca se transformaba en un hormiguero de adolescentes bailarines que pretendían emular los movimientos más travoltianos de la época, con escasa fortuna en la mayoría de los casos, todo sea dicho.

Desde entonces ese ‘himno’ que ha trascendido al tiempo, como muchos otros de aquella década, ha ejercido como muelle que se dispara inexorablemente cuando se escucha el «tararararara... tararararara... do you remember...». ¿Que alguien diga que no se le van los pies cuando oye esas notas?

Si mezclamos la efervescencia juvenil con las ganas de diversión y la aderezamos con el gusto por la música afín obtendremos una pócima que en ningún caso debería resultar nociva pero que en las circunstancias actuales sí puede llegar a serlo.

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Algo de eso sucedió recientemente en el concierto de Rudymentari, en el Teatre des Born.

Todo transcurrió ajustado a las fastidiosas pero obligadas normas sanitarias con las que estamos obligados a convivir hasta que en el último tema, la juventud presente dio rienda suelta al subidón de adrenalina provocado por la notable actuación musical, se levantó de sus asientos y se puso a bailar y cantar ante la impotencia del personal de sala para impedirlo.

Fue un hecho puntual pero que no debería ser tomado como tal si en el futuro se repiten otros conciertos de estas características, especialmente en espacios cerrados.

Se trata de otro peaje que aún nos deja este virus interminable, más difícil de asumir para los más jóvenes a quienes está privando demasiado tiempo de sus diversiones naturales. «Ya nos han quitado un año de fiestas y vamos por el segundo», «no hay derecho porque no los recuperaremos», me dice Maria, mi hija veinteañera. Y tiene razón.