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Enfermedad y restricciones van de la mano desde que irrumpió el coronavirus. La pérdida de libertad con la pandemia es un hecho, el escritor y periodista Alfons Martí lo analiza en su último trabajo y la verdad, ese retroceso es algo que buena parte de la sociedad se está cuestionando últimamente, y no, no todos pueden meterse en el saco negacionista ni sufren paranoia conspirativa. Ya sabemos que el objetivo de todas esas medidas es salvar vidas, como de forma machacona nos insisten dirigentes de todos los colores políticos; como si discrepar de las limitaciones implicara directamente lo contrario, es decir, estar a favor del contagio masivo, de que se llenen los hospitales y hasta de que haya defunciones. Es una visión simplista que nos divide. Ahora el presidente Sánchez anuncia que el próximo 9 de mayo finalizará el estado de alarma y no se prevé prorrogarlo.

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Esto implicará que decaigan restricciones que recortan derechos fundamentales, como es la libre circulación de las personas en horario nocturno o toque de queda; los cierres perimetrales de comunidades, que motivaron el doble rasero para nacionales y extranjeros en los viajes; o la prohibición de reuniones de más de seis personas. Las medidas para evitar contagios seguirán vigentes, y las autoridades autonómicas podrán limitar la movilidad en función de la situación epidemiológica, si lo avalan los tribunales y bajo el amparo de la legislación ordinaria. Así lo asegura el Gobierno, pero las comunidades reclaman más estado de alarma, ¿hasta cuándo? En marzo de 2020 cuando este mecanismo centralizó decisiones los nacionalistas hablaron de ‘155 encubierto’ y de invasión de competencias. Ahora esos mismos se han aficionado al control por la vía rápida, todos recogidos en el redil a la hora dictada. La prudencia en la desescalada es necesaria, pero medidas como el toque de queda son excepcionales y no se entiende que las perpetúen cuando los datos en una zona mejoran.