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Cuando por fin algún día termine guardar respeto y acatamiento hacia el confinamiento, los que hemos seguido cuantas directrices nos marcaron las autoridades respecto a la covid-19, quizá sea llegado el momento de afear a una parte de la juventud que ha demostrado hasta hoy su orfandad de empatía hacia los que seguíamos confinados, perimetrados o salíamos discretamente a la calle siempre con la mascarilla tapando nariz y boca, y no como otros que no la utilizaban. Eran los que jugaban con la salud de los demás, gentes faltos de compañerismo que manejaban la ruleta rusa de una pandemia que causaba y aún causa estragos, dejando a no pocos por el camino y a muchos de los que sobrevivían para contar este baile macabro de la pandemia que les tocó bailar con la más fea de una salud irreconocible, más madrastra que madre.

Todos los fines de semana miles de jóvenes se han reunido clandestinos o a cuerpo gentil para hacer botellón, ni una sola vez a lo largo de todo un año de pandemia, los «díscolos» del botellón han tenido a bien llenar una plaza, un local, un hotel o cualquier otro espacio donde asistir a un ciclo de conferencias ofrecidas por sanitarios expertos de la covid-19, ir a visitar museos, unas ruinas romanas, salir al campo para disfrutar entre amigos de la naturaleza, ver el ir y venir de las aves migratorias, acompañar a nuestros mayores que sobreviven viendo pasar el tiempo y hacerles un poco de compañía con un abrazo solidario como hizo la maravillosa Luna con el migrante africano. En definitiva, llenar la soledad de quiénes están confinados en ella. Nada de todo eso, porque lo suyo es su libertad egoísta para hacer botellón y de paso, destrozarse el hígado como absurdos dominados por el alcoholismo de pandemia, con cualquier brebajo sin ton ni son. Beber para celebrar su extraña libertad, su falta de solidaridad hacia el resto de la ciudadanía que cruza temerosa los dedos ante un justificado temor de un fuerte y anunciado repunte del mal que nos aflige, cosa que si sucede volvería a llevarnos al confinamiento, a perimetrar calles y barrios y al toque de queda entre otras prohibiciones. Mientras, el personal sanitario se lleva las manos a la cabeza tapándose la boca en señal de que ya no pueden más. Mientras tanto, una juventud imprudente, avara de libertad y por ello sumamente egoísta, usando como argumento la necesidad imperiosa que necesitan de divertirse. Pero lo que no se puede es hacerlo a costa de la salud ajena cuando no la vida. Ahora toca atarse los machos, no hay otra, porque a todos nos gusta más el pan con jamón que el pan solo, pero cuando vienen mal dadas tenemos aun que darle gracias a Dios por tener el pan de cada día. No olvidemos que a quien más o a quien menos a todos nos gusta divertirnos, pero de lo que no se trata de ninguna de las maneras, es reunirse para beber y beber, da igual el brebaje, la cuestión es que tenga alcohol.

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La gente que ha perdido a un familiar o ha pasado el virus tras muchas semanas de hospital y que no en pocos casos arrastran unas duras secuelas, se miran a los irresponsables del botellón, que van sin mascarilla, con un callado pero profundo desprecio, y también aquellos otros que se han quedado sin trabajo o que han perdió además el bar o el pequeño restaurante que era su modo de vida por culpa de la pandemia, y que no en pocos casos les ha costado sus ahorros intentar mantenerlo a flote de una hostelería que nunca fue vapuleada con más rigor destructivo que durante esta pandemia.

Países enteros han visto su frágil economía más frágil que nunca, amenazándoles la dura penuria, mientras otros faltos de la más mínima capacidad de sentimiento solidario, se reúnen por miles al rebufo de una libertad ante la que nunca se han parado a reflexionar qué clase de libertad es esa de emborracharse, sin caer en la cuenta que esa no es la libertad si no la esclavitud de tener precisamente la libertad sometida a una botella. Una buena parte de la sociedad cuando algún día acabe la covid-19 os mirará a la cara para deciros que no os deben nada.