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Ya no oculta Pedro Sánchez -porque no puede hacerlo- las maniobras para sostenerse en el poder a costa de mantener el apoyo de quienes le dieron la investidura.

El presidente del Gobierno se adhirió al 155 para intervenir la Generalitat tras la declaración unilateral de la breve independencia que hicieron los separatistas en Catalunya sin tener en consideración a quienes no lo son. Más tarde, ya en la presidencia, apeló a los valores constitucionales para observar el obligado respeto a la sentencia del Supremo que les condenó por sedición y malversación. Dijo entonces que no habría indulto, pero ahora, en su enésimo desmentido a sí mismo, proyecta sacarlos de la prisión en contra del alto tribunal, la oposición y gentes de su propio partido.

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Es tan claro el giro de su discurso que cualquier argumento carece de contenido porque viniendo de él no resulta creíble. Si fuera otro quien dijera que es una fórmula, un mal menor, en este caso, para buscar la concordia, el entendimiento con el que devolver la normalidad en la relación de España con una de las comunidades autónomas a partir de una medida de gracia, podría tener su encaje.

Mal asesorado, Sánchez repite que el indulto responde a ‘otros’ valores constitucionales que no contemplan venganzas ni revanchas. Lo hace aun a costa de desdeñar al Tribunal Supremo para favorecer a unos presos que no solo no se arrepienten sino que proclaman que lo volverán a hacer pese al cisma y la división social que han provocado. Si la finalidad del indulto fuera ponerlos en la calle porque ya han cumplido tres años largos de cárcel -con muchas salidas-, y están dispuestos a rebajar su discurso frente al Estado, sin imposiciones, adelante. El problema es que la medida no ofrece ninguna garantía para ello, aunque a Sánchez le importe poco o nada mientras se mantenga en la poltrona.