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Cuando algún racista del «Primer Mundo» (¡Menudo sarcasmo!), desde la opulencia de su sala de estar, critica a un inmigrante o a la inmigración en su conjunto, se muda en un extraño matemático. Porque, para él, el ser humano (los de las otras tres partes del olvido y la desolación) no es sino un número. Esa simplificación facilita la sedación de la conciencia. A ese alguien (que ahora cambia compulsivamente de canal con su mando a distancia y engulle, literalmente, una pizza cuatro quesos) le regalarías, gustoso, un ejemplar de «Yo, Mohamed», un bellísimo texto de Rafael Torres en el que, a través de una serie de relatos, el autor pone nombre y apellidos a esos números/personas, narrándonos, describiéndonos, con enorme lucidez y maestría, la tragedia vivida por tantas personas que huyeron de su tierra natal, jugándosela… No les quedaba otra: se trataba de escoger entre una muerte probable y una muerte segura… Torres consigue, así, que los números se conviertan en un rostro... Entonces, la conciencia, rediviva, aguijonea el poco poso de humanidad que, tal vez, aún anida en el corazón de tanto malnacido… Nadie pone en riesgo su vida por placer, sino por sangrante necesidad…

Hay, hoy, y visto lo ocurrido recientemente en el terreno de la inmigración, escasos cimientos para el optimismo porque el ser humano ha llegado, ya, al paroxismo de la crueldad… Esa que, como en el relato de John Boyne «El niño con el pijama de rayas», reduce al hombre a un mero punto, prescindible, indoloro, lejano, hasta que ese punto se troca en un ente de carne y hueso, en Bruno…

¿Paroxismo de la crueldad? Es una pregunta retórica. Ya lo expresaban los guionistas de «Skyfall», probablemente la mejor película de la franquicia Bond, cuando ponían en boca de «M» unas lúcidas palabras en las que se hablaba de un mundo oscurecido en el que nadie conoce ya a nadie, en el que ya no existen banderas, ni uniformes, ni un determinado juego limpio entre las rivalidades entre países, multinacionales o grupos o personas enfrentadas, suponiendo que, en tales casos, alguna vez, se hubiera dado ese juego limpio… En el futuro -¿hoy, tal vez?- la munición será/es la persona. Marruecos –por poner únicamente un ejemplo- entiende de eso. Y esperemos –anhelo que algún día conozcamos la verdad sobre lo acaecido- que lo de la actual pandemia haya tenido su origen, casual, en una Naturaleza tan menospreciada como mancillada, y no en un acto volitivo de un determinado país… Porque, de haber sido así –un acto volitivo- os encontraríais con otro claro ejemplo de lo reseñado: el de la utilización del hombre como bala, como obús, como misil, en un orbe ciertamente oscuro, en el que un hacker en pijama puede ser más letal que cualquier división armada a la vieja usanza…

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Mientras, perdidos en ese mundo tenebrista, terrible, en el que las guerras biológicas se anuncian como las próximas e incluso inminentes, habrá que procurar, cuando menos, ser personalmente cada vez mejores, para ir sumando actos de bondad que saneen y adecenten el local. En palabras de San Agustín, que te recordaba hace poco Joan Tutzó: «Decís vosotros que los tiempos son malos; sed vosotros mejores y los tiempos serán mejores. Vosotros sois el tiempo».

Pero no solo mejores, sino terriblemente exigentes con quienes dirigen el cotarro, generalmente sin pensar en la ciudadanía, sino, más bien, en sus intereses estrictamente personales… Una exigencia que tendría que recordarles aquella vieja y hermosísima oración apta, igualmente, para creyentes o no creyentes: «La justicia sin amor te hace duro. La inteligencia sin amor te hace cruel. La amabilidad sin amor te hace hipócrita. La ideología sin amor te hace fanático. La cultura sin amor te hace distante. La agudeza sin amor te hace cínico. La amistad sin amor te hace interesado. El poder sin amor te hace ególatra. El trabajo sin amor te hace esclavo. Y la ambición sin amor te hace injusto…»

Y criticar la inmigración desde la opulencia te hace un malnacido. Y –añadirías– utilizar al ser humano como un arma te hace un verdadero cabrón…